"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Guillermo Tell - Friedrich Schiller

Friedrich Schiller GUILLERMO TELL PERSONAS GERMÁN GESZLER, lugarteniente del Emperador en Schwyz y Uri. WERNER, barón de Attinghausen, señor feudal. ULRICO DE RUDENZ, su sobrino. WERNER STAUFFACHER. CONRADO HUNN. ITEL REDING. JUAN AUF DE MAUER. Habitantes de Schwyz. JORGE DE HOFE. ULRICO DE SCHMID. JOST DE. WEILER. WALTHER FURST. GUILLERMO TELL. ROESSELMANN, párroco. PETERMANN, sacristán. Habitantes de Uri. KUONI, pastor. WERNI, cazador. RUODI, pescador. ARNOLDO DE MELCHTHAL. CONRADO BAUMGARTEN. MEIER DE SARNEN. STRUTH DE WINKELRIED. Habitantes del Unterwald. NICOLÁS DE FLUE. BURKKHARDT DE BUHEL. ARNOLDO DE SEWA. PFEIFER DE LUCEBA. KUNZ DE GERSAU. JENNI, muchacho pescador. SEPPI, muchacho pastor. GERTRUDIS, mujer de Stauffacher. HEDWIGIA, mujer de Tell, hija de Fürst. BERTA DE BRUNECK, rica heredera. ERMENGARDA. MATILDE. Aldeanas. ISABEL. HILDEGARDA. WALTHER. Hijos de Tell. GUILLERMO. FRIESHARDT. Soldados. LEUTHOLD. RODOLFO DE HARRÁS, escudero de Geszler. JUAN EL PARRICIDA, duque de Suabia. STUSSI, guarda. El pregonero de Uri. Un mensajero del Imperio. Un cabo de vara. Un cantero; oficiales y peones. Un pregonero. Religiosos. Caballeros de Geszler y de Lan¬denberg. Aldeanos y aldeanas de los tres cantones. ACTO I ESCENA PRIMERA Rocas escarpadas que ciñen el lago de los Cuatro––cantones, frente a Schwyz. El lago forma un golfo. Próxima a la orilla, una cabaña; en el lago, un mu¬chacho pescador en su barca. En el fondo, verdes praderas, aldeas, alquerías de Schwyz, alumbradas por los rayos del sol. A la izquierda, se divisan los picos de las montañas coronadas de nubes; y a la derecha, a lo lejos, los ven¬tisqueros. Antes de levantarse el telón, suena el canto pastoril que llaman Kuhreihen y el cencerreo de los rebaños, y continúan hasta poco des-pués. PESCADOR.––(Canta en su barca, con la música del Kuhreihen.) El lago sonríe; invita a bañarse. Dor¬mía el niño, recostado en la verde orilla, oyó suave sonido como el de la flauta, como la voz de los ángeles en el paraíso; cuando despierta gozo¬so, la onda baña su pecho, y una voz salida del fondo de las aguas, le dice: “¡Oh! niño mío, me perteneces; te sorprendo en brazos del sueño, y voy a llevarte a mi mo-rada.” PASTOR.—(En la montaña, varia¬ción del Kuhreihen.) “¡Adiós! pas¬tos, praderas que dora el sol; los pastores deben separarse; huye el verano. Treparemos a los montes, para volver cuando se deje oír el cucli-llo, y resuenen las canciones, y se revista de flores la tierra, y con la llegada de mayo hermoso manen las fuentes. Adiós, pastos, praderas que dora el sol; los pastores deben separarse; huye el verano. CAZADOR DE LOS ALPES.––(Parece en lo alto de las rocas. Segunda variación del Kuhreihen.) Truena en las alturas, tiembla la palanca, pero el cazador prosigue impávido su camino; resistiendo al vérti-go; osado avanza por campos de hielo. Allí, no florece la primavera, ni. ver¬dea un solo ramo. Tiene bajo sus plantas un océano de nubes, y no divisa las ciudades de los hombres; sólo ve el mundo a través de la rasgada niebla, y la verde campiña le aparece, debajo de las aguas.” (Cam¬bia el aspecto del paisaje;. suena sor¬do rumor en la montaña, y la som¬bra de las nubes cubre la comarca. RUODI el pescador, sale de su ca-baña. WERNI, el cazador, desciende de las rocas. KUONI, el pastor, se adelanta con una cántara de leche. SEPPI, su criado, le sigue.) RUODI.––Date prisa, Jenni; saca la barca a la orilla. Amenaza y se acer¬ca la tempestad; el pico de Mitene se corona de nubes y silva el viento glacial saliendo de su caverna; es¬tallará la tormenta antes de lo que pensamos. KUONI.––Lluvia tenemos, buen ba¬telero; mis ovejas pacen la yerba con ansia, los perros escarban la tie-rra. WERNI––Saltan los peces, y se sumerge la gallineta; la tempestad hace camino. KUONI.––(A SEPPI.) A ver, Seppi, si se ha dispersado la vacada. SEPPPI.––Oigo la esquila de la pe¬linegra Liseta. KUONI.–– Entonces no falta una sola vaca, porque ésta llega siempre la última. RUODI.––Vuestras esquilas, buen pastor, tienen un sonido agradable. WERNI.––Y es buena la vacada. ¿Es vuestra, compañero? KUONI.––No soy tan rico; es de mi bondadoso señor de Attinghausen, que la confió a mi cuidado. RUODI.––¡Qué bien sienta este co¬llar a esta vaca! KUONI.––Harto conoce que diri¬ge el rebaño; si se lo quitara de¬jaría de pacer. RUODI. ¿Esto creéis, de un ani¬mal sin razón? WERNI.––Pronto está dicho eso. También los animales tienen inteli¬gencia. Nadie lo sabe como nosotros, los cazadores de gamuzas. Cuando quieren pacer tranquilamente, colo¬can previsoras a poca distancia un centinela que aguza el oído, y anun¬cia con un gritó la proximidad del cazador. RUODI.––(Al pastor.) ¿Volvéis a casa? KUONI. Ha pasado la estación de los pastos en los Alpes. WERNI.––Os deseo un feliz regre¬so, buen pastor. KUONI.––Y yo a vos; que no siem¬pre se vuelve de vuestras excursio¬nes. RUODI.––¡Un hombre viene co¬rriendo hacia acá! WERNI.––Le conozco. Es Baumgar¬ten de Alzellen. CONRADO BAUMGARTEN. –– (Sin aliento.) Por amor de Dios... vues¬tra barca, batelero. RUODI.––Pero bien, ¿qué hay que urge tanto? BAUMGARTEN.––Desatad la barca, y me salvaréis la vida. Conducidme a la orilla opuesta. KUONI. ¿Qué os pasa, amigo? WERNI. ¿Quién os persigue? BAUMGARTEN.––Daos prisa, daos prisa, porque me siguen de cerca. Me persiguen los soldados del gobernador, y soy muerto si me cogen. RUODI. ¿Y por qué os persiguen? BAUMGARTEN.––Salvadme, prime¬ro; luego os lo diré. WERNI.––Estáis manchado de san¬gre; ¿qué ha ocurrido? BAUMGARTEN.––El baile del em¬perador que residía en Rossberg.. KUONI. ¿Os persigue Wolfens¬chieszen? BAUMGARTEN.––No; ya no hará más daño a nadie; le he muerto. TODOS.––(Retrocediendo.) ¡Dios os socorra! ¿qué habéis hecho? BAUMGARTEN.––Lo que todo hom¬bre libre, en mi lugar. He usado de mi derecho contra quien atentaba a mi honor y al de mi esposa. KUONI.––¿El baile atentó a vues¬tro honor? BAUMGARTEN.––Dios y mi hacha se han opuesto a sus infames de¬signios. WERNI. ¿Le habéis partido el cráneo de un hachazo? KUONI.––Contadnos lo ocurrido, tenéis tiempo para ello, mientras botan al agua el batel. BAUMGARTEN.––Había salido a cor¬tar leña en el bosque, cuando de pronto veo llegar a mi mujer, sofo-cada, angustiada, y me dice que vie¬ne huyendo de casa donde se le ha presentado el baile, ordenándole pre-parar un baño, y haciéndole indig¬nas proposiciones. Inmediatamente me voy allá, y sin aguardar nada, des-cargo sobre él un hachazo. WERNI.––Hicisteis perfectamente Y nadie podrá culparos. KUONL––¡Miserable! Encontró lo merecido. Mucho ha que el pueblo de Unterwald le debía otro tanto. BAUMGARTEN.––El suceso se ha hecho público... ; me persiguen y mientras hablamos... ¡Dios mío!... el tiempo pasa! (Truena.) KUONI.––Despacha, batelero; con¬duce este hombre a la orilla opuesta. RUODI.––No os embarcáis; terri¬ble tempestad se acerca, y fuerza es aguardar. BAUMGARTEN.––¡Santo Dios!... No me es posible; cada instante que pasa es mortal. KUONi.––(Al pescador.) Probadlo; con la ayuda de Dios, es necesario auxiliar al prójimo. Lo mismo pue¬de sucedernos un día a nosotros. (Rayos y truenos.) RUODI.––El Foehn se desencade¬na. ¡Ved qué formidable oleaje! ¡No podré conducir mi barca luchando con la tormenta y las olas! BAUMGARTEN. –– (Abrazándose a sus rodillas.) ¡Qué Dios tenga pie¬dad de vos, como vos de mí! WERNI.––Va en ello su vida, ba¬telero; compadecedle. KUONI.––Es padre de familia; tie¬ne esposa... tiene hijos... (Redo¬blan los truenos.) RUODI.––¡Pero también yo arries¬go en ello mi vida! ¡también yo ten¬go esposa y tengo hijos en casa! Oid cómo ruge y avanza la tormen¬ta; ved cómo se alzan las olas del fondo del lago. Yo bien quisiera salvar a ese bravo, pero ya veis que es absolutamente imposible. BAUMGARTEN.––(De rodillas.) Fuer¬za será, pues, que caiga en manos de mis enemigos, cuando me hallo próximo a la playa salvadora... cuando la veo enfrente de mí ... Allí está; la alcanzan mis ojos; lle¬ga a ella el eco de mi voz...; y aquí, la barca, que me conduciría a ella... ¿y debo quedarme sin so¬corro y sin es-peranza? KUONI.––Mirad quién viene. WERNI.––Tell de Bürglen. GUILLERMO TELL—(Armado de su ballesta.) ¿Quién es este hombre que implora socorro? KUONI ––Un vecino de Alzellen que ha defendido su honor, y ha muerto a Wolfenschieszen, el baile re-gio de Rossberg. Los guardias del gobernador siguen sus pasos, y rue¬ga al batelero que le conduzca a la otra orilla, pero éste, amedrentado por la tempestad, no quiere arries¬garse a ello. RUODI. Tell sabe también ma¬nejar el remo; él os dirá si es posi¬ble tentar ese paso. TELL.—Cuando la necesidad apre¬mia, batelero, se pasa todo. (Gran¬des truenos, braman las olas.) RUODI.––Sería como arrojarme a la boca del infierno. Ningún hom¬bre sensato lo intentaría. TELL.––Los valientes sólo se acuer¬dan de ellos en último lugar. Fía en el cielo, y socorre al oprimido. RUODI.––Desde el puerto, fácil es dar consejos. Aquí está la barca; aquí está el lago; probadlo. TELL. El lago puede calmarse y el gobernador no. Haz un esfuerzo, batelero. EL PASTOR Y EL CAZADOR––Salvad¬le! ¡salvadle, salvadle! RUODI.––No; aunque fuera mi her¬mano; aunque fuera mi propio hijo; no es posible. Hoy es el día de San Simón y San Judas... el lago está enfurecido y reclama su presa. TELL.––De nada sirven las pala¬bras, el tiempo apremia, y es nece¬sario socorrer a este hombre. Dí, bate-lero, ¿quieres llevarlo? RUODI.––No; yo, no. TELL.––Pues bien. ¡Dios me pro¬teja! venga la barca; voy a ensayar mi débil brazo. KUONL––¡Valiente Tell! WERNI.––¡Acción digna de un ca¬zador! BAUMGARTEN.––Tell, sois mi sal¬vador, mi ángel bueno. TELL.––Os sustraeré a la cólera del enemigo, mas forzoso será que otro os proteja contra las olas. Pero siempre vale más ponerse en manos de Dios, que en manos de los hom¬bres. (Al pastor.) Amigo, vos con-solaréis a mi mujer, si me sucede alguna desgracia. Hago lo que no puedo excusar. (Entra en la barca.) KUONI.––(Al pescador.) Sois un piloto ¿y no os atrevéis a intentar lo que Tell? RUODI.––Otros que valen más que yo, no le imitarían. No hay dos hom¬bres como él en estas montañas. WERNI.––(Encaramado en una ro¬ca.) Partió. ¡Que Dios te socorra, bravo batelero! ¡Mirad cómo danza la barca sobre las olas! KUONI.––(Desde la ribera.) El oleaje se eleva hasta cubrirla... Ya no veo.. Reaparece... ¡Cómo lu¬cha el experto piloto con la oleada! SEPPI.––¡Los guardias del gober¬nador se acercan! KUONI.––¡Dios mío!... son ellos... Era ya tiempo de socorrer¬le... (Llegan en tropel algunos ca¬balleros de Landenberg.) Ier. CARÁLLERo.––Entregadnos al asesino que habéis ocultado. 2.0 CABALLERO.––En vano intenta¬réis negar que tomó este camino. KUONI y RUODI. ¿De quién ha¬bláis, caballero? Ier. CABALLERO.––––(Viendo la bar¬ca.) ¿Qué veo?... ¡Diablo! –– WERNI––(Desde su altura.) ¿Buscáis al de la barca?... Entonces, galopad, y podéis todavía alcan¬zarle. 2.0 CABALLERO.––¡Maldición!... se nos escapó. Ier.CABALLERO.––(Al pastor y al pescador.) Le habéis auxiliado y de¬béis sufrir castigo. ¡Caed sobre sus rebaños, destruid esta choza, matad, incendiad! SEPPI.––(Huyendo.) ¡Oh! ¡mis cor¬deros! KUONI.––(Siguiéndole.) ¡Desdicha¬do de mí! ... ¡Mi rebaño! WERNI.––¡Malvados! RUODI.––(juntando las manos.) ¡Justicia divina!... ¿Cuándo llega¬rá el libertador de esta comarca? (Le sigue.) ESCENA II Cerca de Stein, en Schwyz. Un tilo enfrente de la casa de Stauffacher, situada en la carretera, junto a un puente. WERNER STAUFFACHER. PFEIFER de Lucena; llegan conversando; GERTRUDIS. PFEIFER.––Sí, sí, maestro Stauffa¬zher, como os iba diciendo, no pres¬téis juramento de fidelidad al Aus¬tria, si es posible excusarlo. Perma¬neced como hasta ahora firme y re¬sueltamente adicto al imperio, y Dios os conserve vuestros antiguos pri¬vilegios. (Estrecha cordialmente su mano, e intenta alejarse.) STAUFFACHER.––Aguardad hasta que vuelva mi mujer; sois mi hués¬ped en Schwiz, como yo el vues¬tro en Lucerna. PFEIFER.––Mil gracias, pero me es forzoso estar hoy mismo en Ger¬sau. Cuando os veáis obligado a su¬frir de la codicia e insolencia de los bailes, soportadlo con resignación, porque semejante estado de cosas puede cambiar de repente, con as¬cender al trono otro emperador; pe¬ro una vez os habréis entregado al Aus-tria, será para siempre. (Se va.) (STAUFFACHER se sienta pensativo a la sombra del árbol; GERTRUDIS, su mujer, le sorprende así, se acerca a él, y le contempla largo rato en silencio.) GERTRUDIS.––¡Cómo tan grave amigo mío! No te reconozco... mu¬chos días ha que observo silencios! en tu frente la huella de sombrío pesar. Sí; mudo pesar oprime tu corazón; confíamelo. Soy tu fiel esposa y reclamo mi parte en tus penas. (STAUFFACHER le tiende la mano, sin decir palabra.) ¿Qué pue¬de entris-tecerte? Dímelo. Dios ben¬dice tu trabajo; tu fortuna es flore¬ciente; henchidos tus graneros; tus caballos, tus bueyes regresan bien apacentados de los montes, para pa¬sar el invierno en cómodos establos. Se alza tu casa como noble morada, decoran sus habitaciones nuevos ar¬tesones dispuestos con orden y sime¬tría, y la adornan y prestan claridad numerosas ventanas. Brillan en ella restaurados escudos, y sabias máxi¬mas que lee y admira el viajero de¬teniendo el paso. STAUFFACHER.––Ciertamente mi ca¬sa es cómoda y bien construida, pero ¡ay! que tiembla el suelo en que la edificamos. GERTRUDIS—¡Werner de mi al¬ma! ... ¿qué quieres decir? STAUFFACHER.––Poco ha me ha¬llaba sentado como ahora bajo este tilo, pensando con placer que mi casa estaba terminada, cuando llega el gobernador de su castillo de Kuss¬nacht, con sus caballeros, y se de-tiene sorprendido delante de ella; yo me levanto inmediatamente, adelan¬tándome con respeto, como es debi-do a quien representa en este país al emperador. ––¿De quién es esta casa? ––pregunta con malignidad, porque harto lo sabía. Reflexiono un instante, y respondo: ––Señor gobernador, esta casa es del empe¬rador mi soberano, y vuestro sobe¬rano, y yo la poseo en feudo––. Y dice él: ––Gobierno el país en nom¬bre del emperador, y no quiero en modo alguno que simples villanos edifiquen casas por su propia cuenta y vivan con libertad como si fueran los señores de la comarca; pensaré en el modo de impedíroslo––. Dicho esto partió con semblante amenaza¬dor, dejándome a mí cuidadoso y pensativo con lo dicho. GERTRUDIS: Caro esposo y se¬ñor; ¿quieres recibir de tu mujer un razonable consejo? Me honro con ser la hija del noble Iberg, que es hombre muy experto. Más de una vez, sentada con mis hermanas y mientras hilábamos por las noches, vi a los prohombres del pueblo re¬unidos en la casa de mi padre para leer las cartas de los antiguos em¬peradores y discutir maduramente sobre el bienestar del país. Atenta escuchaba yo sus discretas frases, las reflexiones del inteligente, los deseos del hombre de bien; de todo conservo memoria. Oye pues; medita lo que te digo, porque mucho ha que conozco la causa de tu pesar. El gobernador está irritado contra ti, y quisiera hacerte mala obra, porque eres obstáculo a sus deseos. Ansía someter a los habitantes de Schwyz a la nueva casa real, pero ellos, como sus dignos antepasados, persisten fie¬les al im-perio ¿No es esto, Wer¬ner.. . . Dime si me engaño. STAUFFACHER.––Verdad, esta es la causa de la violencia de Geszler. GERTRUDIS.––Te envidia la dicha de vivir como hombre libre en tu propia heredad, porque él no posee ninguna. Tienes esta casa en feudo del imperio y del emperador, y pue¬des probarlo, como el príncipe su derecho a poseer sus dominios; no reconoces sobre ti otro soberano que el primero de la cristiandad. El gobernador es, por el contrario, el segundón de su familia y sólo posee su manto de caballero; por esto mira con malos ojos y con alma emponzoñada la felicidad de los hombres de bien. Hace mucho tiem¬po que ha jurado perderte, y hasta ahora saliste librado... ¿Aguarda¬rás a que cumpla sus malvados de¬signios? El que es prudente toma sus precauciones. STAUFFACHER.––¿Qué debe hacer¬se? GERTRUDIS.–– (Acercándose.) Oye mi consejo. Sabes cuánto se que¬jan de la rapacidad y crueldad el go-bernador todos los hombres honrados de Schwyz; no dudes que a la otra orilla del lago, en el país de Uri y Unterwald, están cansados de semejante yugo, porque Landen¬berg se porta allí con tanta cruel¬dad como aquí Geszler. Apenas llega una barca que no nos traiga la noticia de alguna nueva desgracia, de alguna violencia del gobernador. Convendría que algunos de vosotros, los más discretos, os reunierais pa-cíficamente para excogitar el medio de libertaros de semejante despotis¬mo. Creo que Dios no había de aban-donaros, y sería favorable a la jus¬ticia. ¿No tienes en Uri un amigo a quien puedas abrir tu corazón? STAUFFACHER.––Conozco allí muy buena gente y ricos y respetados vasallos, que son amigos míos y a quienes puedo fiar mis secretos. (Se levanta.) ¡Ah, esposa de mi alma! ¡Qué tempestad de peligrosas ideas levantas en mi ánimo tranquilo! Po¬nes ante mí, y a faz del sol, su interior, y lo que al pensamiento negaba; tus labios lo pronuncian con osadía y ligereza. ¿Pero has refle¬xionado bien qué me aconsejas? ¿Quieres traer a este pacífico valle la terrible discordia y el estruendo de las armas? ¿Osaremos nosotros, débiles pastores, atacar al señor del mundo? Sólo esperan un plausible pretexto para lanzar sobre este mí¬sero suelo las feroces hordas de sus soldados, y ejercer los derechos del conquistador, y con apariencias de justo castigo, aniquilar nuestros an¬tiguos privilegios. GERTRUDIS.––Hombres sois tam¬bién; sabéis manejar el hacha... Dios ayuda a los valientes. STAUFFACHER.––¡Oh, esposa mía! Terrible calamidad es la guerra, y alcanza a los rebaños y al pastor. GERTRUDIS. ––Debemos soportar las penas que envía el cielo, pero un noble corazón no soporta la in-justicia. STAUFFACHER.––Te gusta esta casa que hemos construido, ¿verdad? Pues la guerra la reducirá a ceni-zas. GERTRUDIS.—Si creyese que mi al¬ma estaba encadenada a este pasa¬jero bien, con mi propia mano le pegaría fuego. STAUFFACHER.––Amas a la huma¬nidad, ¿verdad? pues la guerra no exime de la muerte al tierno niño en la cuna. GERTRUDIS.––La inocencia tiene en el cielo un protector. Extiende tu mirada delante de ti, Werner, y no a tu espalda. STAUFFACHER ––Nosotros los hombres podemos morir combatiendo como valientes, pero ¿cuál es vuestra suerte? GERTRUDIS.––Los más débiles po¬demos tomar también nuestro par¬tido; me arrojo desde este puente, y héteme libre. STAUFFACHER.––(Arrojándose en sus brazos.) Quien oprime un corazón como el tuyo contra su pecho, puede batirse gozoso por su hogar y sus ganados, y no teme las armas de rey alguno. Voy ahora mismo a Uri; allí tengo un huésped, un ami¬go, Walter Fürst, que piensa de tales tiempos lo mismo que yo... Allí en-contraré también al noble señor de Attinghausen; aunque de elevada alcurnia, ama al pueblo y honra las antiguas costumbres. Los tres dis¬cutiremos los medios de defendernos con valor contra los enemigos del país... Adiós... y en mi ausencia, cuida solícita de la casa; abre tu ma¬no generosa al peregrino y al fraile mendicante, y no permitas que se ale¬jen sin haberles atendido en todo. La casa de Stauffacher no se oculta a los ojos del viajero; albergue hospi¬talario, se levanta al borde del ca¬mino. (Mientras se aleja hacia el foro, salen GUILLERMO y BAUM¬GARTEN.) TELL.—(A BAUMGARTEN.) Ahora ya no tenéis necesidad de mí. En¬trad en esta casa, morada de Stau-ffacher, padre de los oprimidos... verle allí en persona... Seguidme, venid. (Van hacia él.) ESCENA III Una plaza pública de Altdorf. En una altura del fondo se levanta una fortaleza en construcción pero bastante adelantada, de modo que puede distinguirse la forma del edificio. La parte posterior está terminada; algunos obreros trabajan en la fachada subiendo y bajando de los anda¬mios, y otro en el tejado. Todo es movimiento y animación. EL CABO DE VARA. EL CANTERO. SUS OFICIALES y PEONES. EL CABO.––(Con su vara aviva a los obreros.) Vaya; ¡poco vagar!... Vengan las piedras, la cal, la ar-gamasa; es preciso que cuando lle¬gue el señor gobernador halle muy avanzada la obra. ¡Vais a paso de tortuga! (A dos peones.) ¿A esto llamáis una carga? ¡A traer el do¬ble... al instante! Estos holgazanes no hacen lo que debieran! Ier.. COMPAÑERO.––ES muy duro vernos obligados a trasportar con las propias manos las piedras de nuestro calabozo. EL CABO. ¿Qué estáis murmuran¬do? Miserable pueblo que sólo sirve para guardar vacas y andorrear por estos montes. UN VIEJO.––(Sentándose.) ¡No pue¬do más! EL CABO.––(Empujándole.) ¡Va¬ya!... vejete... a trabajar. Ier. OFICIAL––No tenéis entrañas; forzar así a tan rudo servicio a un pobre viejo que apenas puede te-nerse. EL CANTERO Y SUS COMPAÑEROS.––¬¡Esto clama al cielo! EL CABO.––Cuidad de lo que os im¬porta; cumplo mi deber. 2.0OFICIAL.––¿Cómo se llamará el fuerte que estamos construyendo? EL CABO.–––Se llamará la servidum¬bre de Uri; bajo este yugo dobla¬réis la cabeza. LOS OBREROS—¿La servidumbre de Uri? EL CABO.–– ¿Por qué reís? EL 2° OFICIAL.––¿Con este peque¬ño edificio queréis esclavizar a Uri? EL Ier.. OFICIAL.––Mirad cuántos montoncillos de tierra os será for¬zoso echar uno encima de otro para igualar la más bajá montaña de Uri. (El cabo se retira hacia el foro.) EL CANTERO.––Arrojaré al fondo del lago el martillo con que construí este edificio. (TELL y STAUFFACHER llegan.) STAUFFACHER: ¡Oh! habré vivi¬do tan sólo para presenciar seme¬jantes espectáculos! TELL.––Aquí no se siente uno bien; alejémonos. STAUFFACHER.––¡Me hallo real¬mente en Uri, patria de la libertad! EL CANTERO—¡Oh! señor, si hu¬bieseis visto el calabozo construido–– debajo de la torre! ... El que sea en¬cerrado allí no oirá el canto del gallo. STAUFFACHER.––Mirad estos ba¬luartes, estos estribos, que parecen construidos para la eternidad. TELL.––Lo que las manos alzaron, las manos pueden derribarlo. (Se¬ñalando la montaña.) Dios nos dio la fortaleza de la libertad. (Suena un tambor, llegan algunos hombres con un sombrero en lo alto de un palo. Un pregonero les sigue; muje¬res y niños salen en tumulto.) EL Ier..OFICIAL.––¿Qué significa este tambor?. . . EL CANTERO.––¿Qué mascarada es ésta? ¡Atención! ... ¿Para qué es este sombrero? EL PREGONERO.––En nombre del emperador, oid. Los OBREROS.––Silencio; oid. EL PREGONERO.––Habitantes de Uri; ahí tenéis este sombrero que va a ser colocado en lo alto de un más¬til, en medio de Altdorf, en el si¬tio más elevado. Es la voluntad del señor gobernador, que este sombrero sea honrado como su propia perso¬na. El que pase por delante de él, debe hincar la rodilla y descubrirse, con lo cual reconocerá el rey a sus súbditos. Quien no cumpla esta or¬den será castigado con pena corpo¬ral y la confiscación de sus bienes. (El pueblo prorrumpe en una carca¬jada, suena el tambor, y se retiran los soldados.) EL Ier. OFICIAL.––¿Qué nueva ex¬travagancia se le ocurrió al gober¬nador? ¡Honrar a su sombrero nos-otros! ¿Habéis visto nunca cosa igual? EL CANTERO.––¡Que hinquemos la rodilla delante de un sombrero! ... ¿Así se hace burla de un pueblo grave y respetable? EL Ier.OFICIAL.––Si fuera la coro¬na imperial podría pasar, pero el sombrero austríaco, tal como lo vi colgar del trono, cuando fuimos a prestar homenaje... EL CANTERO.––¡El sombrero aus¬tríaco! ... ¡Mucho cuidado! ... es un lazo que se nos tiende para en-tregarnos al Austria. LOS OBREROS.––No habrá hombre de honor que se someta a esta hu¬millación. EL CANTERO.––Venid a poneros de acuerdo con los demás. (Se retiran el foro.) TELL––(A STAUFFACHER.) Ya veis lo que ocurre... Con Dios, maestro Werner. STAUFFACHER. ¿A dónde váis?.. . No tengáis tanta prisa... TELL.––La casa reclama al pa¬dre, adiós. STAUFFACHER.––Mi corazón rebo¬sa; quisiera hablaros. TELL.––Las palabras no alivian al corazón oprimido. STAUFFACHER.––Pero las palabras podrían llevarnos a las obras. TELL.––Por ahora, fuerza es ca¬llar y resignarse. STAUFFACHER.–– ¿Sufriremos lo in¬sufrible? TELL.––El reinado de los tiranos violentos es el más breve. Cuando se desencadena la tempestad, se apa-gan los hogares, se refugian las bar¬cas en el puerto, y pasa el terrible huracán sobre el haz de la tierra sin causar perjuicio, y sin dejar ras¬tro. Viva tranquilo cada cual en su casa, que fácilmente se deja en paz a los pacíficos. STAUFFACHER. ¿Tal os parece? TELL.––La serpiente no pica si no la excitan. Si ven que el país permanece tranquilo, se cansarán. STAUFFACHER.––Mucho podríamos si unidos esperáramos. TELL.––En el naufragio se auxilia más fácilmente a sí mismo el que va solo. STAUFFACHER.––¿Con tal frialdad abandonáis la causa pública? TELL.––Sólo consigo mismo pue¬de contar cada cual. STAUFFACHER.––Pero de la unión de los débiles nace la fuerza. TELL.––Pero el fuerte lo es más, si va solo. STAUFFACHER.––Decid pues, que la patria no puede contar con vos para el caso de acudir a la resisten-cia en su desesperación. TELL.––(Tomándole la mano.) Tell que salva a un cordera caído en un precipicio, ¿abandonaría a los su-yos? Mas sea lo que quiera lo que hagáis, no me invitéis a vuestras reuniones, porque no puedo discu¬tir ni reflexionar largamente. Si tenéis necesidad de mí para un gol¬pe atrevido, llamad entonces a Tell y no faltará. (Se van en opuesta di¬rección. De repente suena un albo¬roto junto a los andamios.) EL CANTERO. ¿Qué pasa? EL Ier.OFICIAL.––(Se adelanta gri¬tando.) El pizarrero se ha caído de la cubierta. BERTA.––(Seguida de algunas per¬sonas.) ¿Ha muerto?... Corred, so¬corredle, salvadle, si hay tiempo.. Salvadle... ahí tenéis oro. (Reparte entre los presentes sus joyas.) EL CANTERO.––¡Por el oro!. Pensáis conseguirlo todo con vues¬tro oro. Después de haber arrebata¬do un padre a sus hijos, un marido a su mujer, sembrando la desola¬ción, pensáis compensarlo todo con dinero! Id enhorabuena; antes de vuestra venida vivíamos felices y con vosotros llegó la desespera¬ción. BERTA.—(Al cabo de vara que en¬tra.) ¿Vive? (El CABO hace un signo negativo.) ¡Oh! ... infame for-taleza, edificada para la maldición; la maldición pesará sobre sus habitantes. (Se va.) ESCENA IV En la casa de Walther Furst. WALTHER FURST y ARNOLDO DE MELCHTHAL. Salen por diverso lado. MELCHTHAL. –– Maestro Walther Furst. . WALTHER.––Si nos sorprendie¬ran... Aguardad... estamos rodea¬dos de espías. MELCHTHAL.––¿No me traéis no¬ticia alguna de Unterwald? ¿de mi padre? Se me hace insoportable se-guir aquí, ocioso como un prisio¬nero. ¿Qué hice yo, para verme for¬zado a ocultarme lo mismo que un criminal? ¡Por fracturar un dedo, de un palo, al lacayo insolente que quiso apoderarse por orden del go-bernador de la mejor yunta que po¬seo!... WALTHER.––Sois demasiado vivo de genio. El hombre estaba al ser¬vicio del gobernador, y era enviado suyo. Habíais incurrido en una falta, y por penoso que os fuera, debíais soportar en silencio su castigo. MELCHTHAL. –– ¿Debía soportar también las frases insolentes .de este miserable? Si el labrador, dijo, quie¬re comer, puede tirar él mismo de la carreta. Sentí que se me partía el corazón, cuando le ví desuncir mi hermoso par de bueyes; mugían sordamente y topetaban como si hu¬biesen conocido la injusticia. En¬tonces, arrebatado por la cólera, fue¬ra de mí, apaleé al mensajero. WALTHER.––¡Oh! si a duras pénas dominamos nuestro corazón, ¿qué hará la ardiente juventud? MELCHTHAL.—Solo el recuerdo de mi padre causa mi aflicción. Ne¬cesita de mis cuidados, y su hijo vive lejos de él. Odiado por el go¬bernador, porque defendió noble¬mente la causa de la justicia y la libertad, ¡ay! será oprimido ¡pobre anciano! y no tiene quien le defien¬da de un ultraje. Sea de mí lo que quiera vuelo a su encuentro. WALTHER.––Aguardad con pacien¬cia, al menos hasta que nos lleguen noticias de Unterwald.. . Oigo que llaman; retiraos. Tal vez un emisa¬rios del gobernador... Escondeos; en Uri no estáis al abrigo del poder de Landenberg, porque los tiranos se auxilian mutuamente. MELCHTHAL.––Nos enseñan lo que debiéramos hacer nosotros. WALTHER.––Escondeos; os llama¬ré, si nada hubiese que temer. (MEL¬CHTHAL se va.) ¡Desdi-chado! ... No me atrevo a confesarle la des¬gracia que presiento. ––¿Quién?... ¡Siempre que llaman, aguardo una calamidad! La sospecha y la trai¬ción velan en torno; los satélites de la tiranía se introducen hasta en el sagrado del hogar... ; pronto será necesario atrancar las puertas y echar cerrojos. (Abre, y retrocede sorpren¬dido viendo a WERNER STAUFFA¬CHER.) ¿Qué veo?... ¡Vos... Wer¬ner! ¡Bien, digno y querido hués¬ped, por vida mía! Otro mejor que Vos no pisó nunca estos umbrales. ¡Bienvenido a mi casa!, ¿Qué os trae por acá?... ¿Qué buscáis en Uri? STAUFFACHER.––(Dándole la Mano.) El tiempo viejo, y la vieja suiza. WALTHER.––Van con vos, amigo. ¡Cuánto me alegro de veros! vues¬tra sola presencia me alegra el co-razón. Sentaos, maestro Werner... ¿Cómo habéis dejado a vuestra bue¬na esposa Gertrudis, la discreta hija del prudente Iberg?... Cuantos se dirigen de Alemania a Italia, elo¬gian vuestro hospitalario techo. Pero decidme, si venís de Fluelen, ¿ha¬béis observado alguna novedad antes de llegar aquí? STAUFFACHER.––(Se Sienta.) He visto un nuevo y sorprendente edi¬ficio que no me alegró mucho que digamos. WALTHER.––¡Ah! amigo mío. De una sola ojeada lo habéis visto todo. STAUFFACHER.––Nunca se vio tal en Uri; no hay memoria de que hayan existido cárceles en nuestra patria, ni otra construcción dura¬ble que no fuese la tumba WALTHER.––Y esta es la libertad; le habéis dado su verdadero nombre. STAUFACHER. ––Maestro Walther Furst, no quiero ocultamos que no me trae aquí ociosa curiosidad; ven¬go preocupado por tristes ideas. Dejé en mi cantón la tiranía, y hallo la ti¬ranía aquí. Nuestros su-frimientos son ya de todo en todo insoporta¬bles, y no se ve fin a semejante es¬tado. De antiguo, Suiza fue siempre libre..., estamos acostumbrados a ser regidos con bondad. Desde que los pastores recorren estas monta¬ñas, no se vio jamás nada semejante a lo que hoy ocurre. WALTHER.––Verdad; no hay ejem¬plo de conducta parecida; nuestro noble señor de Attinghausen que al-canzó los viejos tiempos, opina co¬mo nosotros, que esto es insopor¬table. STAUFFACHER. ––En Unterwald también va muy mal la cosa. Ha ocurrido un caso de cruenta vengan¬za. Wolfenschieszen, baile del em¬perador, que residía en Rossberg, codiciaba la esposa de Baumgarten de Alzellen, y como quisiera recu¬rrir a la violencia, éste lo mató de un hachazo. WALTHER. –– ¡Justos castigos de Dios! ... ¿Baumgarten habéis di¬cho?... hombre honrado y bonda-doso... ¿Logró escapar y escon¬derse? STAUFFACHER.––Vuestro yerno lo condujo a la opuesta orilla del la¬go, y yo le dí asilo en mi casa. El buen hombre me ha contado algo más espantoso todavía, ocurrido en Sarnen; algo que debe partir el co-razón de todo hombre de bien. WALTHER.––(Prestando atención.) Decidme ¿qué ha pasado? STAUFFACHER.––Vive en Melch¬thal, cerca de Kerns, un buen hom¬bre, llamado Enrique de Halden, que goza de alguna influencia en el país. WALTHER.––¡Quién no le conoce! Bien, ¿qué le ha ocurrido?... Aca¬bad. STAUFFACHER.––Landenberg, para castigar a su hijo por una ligera fal¬ta, quiso apoderarse de sus mejores bueyes, uncidos a la carreta; y el mozo hirió al emisario de Landen¬berg y se fugó. WALTHER.––(Con viva ansiedad.) ¿Pero el padre?... Decid, ¿qué le ha pasado? STAUFFACHER.––Landenberg inti¬ma al padre a que inmediatamente entregue al fugitivo, y como el buen anciano juraba con verdad que no tenía de él noticia alguna, el gober¬nador llama a los verdugos... WALTHER.––(Se levanta y quiere llevarle al otro lado de la escena.) ¡Oh! silencio! ... ni una palabra más.. . STAUFFACHER.––(Elevando la voz.) “El hijo se me escapa ––decía–– pero tú has caído entre mis manos. Echad¬le al suelo y pinchadle filos ojos con un punzón de acero.” WALTHER.––¡Dios de misericardia! MELCHTHAL.–––(Entrando precipi¬tadamente en la sala.) ¿Los ojos, habéis dicho? STAUFFACHER.––(Sorprendido; a WALTHER.) ¿Quién es este mancebo? MELCHTHAL.––(Convulsivo.) ¡Los ojos! ... hablad. WALTHER.––¡Desgraciado! STAUFFACHER. ¿Quién es? (WAL¬THER le hace una seña...) ¿Este es el hijo?... ¡Justo Dios! MELCHTHAL.––¡Y yo estaba fue¬ra!... ¡en ambos ojos! WALTHER.––Dominaos; soportad como hombre esta desgracia. MELCHTHAL.––Y por mi culpa... a consecuencia de mi arrebato... ¡Ciego! ¡ciego realmente! ¡ciego por completo! STAFFACHER.––Lo he dicho ya; la luz de sus ojos se ha extinguido para siempre; no verá jamás la luz del día. WALTER. Respetad su dolor. MELCHTHAL.––¡Nunca!... ¡nun¬ca jamás! (Pone la mano en sus ojos y calla breve rato; luego se dirige alternativamente a sus amigos con voz ahogada por el llanto.) ¡Oh! ¡Noble presente del cielo es la luz del día!.. Todos los seres, todas las criaturas felices viven de la luz... La misma planta la codi¬cia gozosa... ¡y él vivirá en noche perpetua, en eternas tinieblas! No han de regocijar sus miradas ni la verdura de los prados, rii el esmalte de las flores y sus purpurinos ma¬tices... ¡Morir es nada! ... pero vivir y no ver... ¡esto es lo ho¬rrible! ¿Por qué me miráis con tal compasión?... ¡Poseo dos buenos ojos, y no puedo dar ninguna a mi padre ciego, no puedo darle una chispa de este océano de luz en el que se sumer-ge mi vista deslum¬brada! STAUFFACHER—¡Ah!.. Por des¬dicha he de aumentar vuestro do¬lor, lejos de remediarlo. Vuestro padre es más desgraciado todavía, porque el gobernador le arrebató cuanto posee, dejándole tan sólo un bastón para que fuera de puerta en puerta desnudo y ciego. MELCHTHAL—¡Sólo un bastón para este anciano ciego! privado de todo, hasta de la luz del sol, el pa-trimonio de los pobres!... No me habléis ya de seguir aquí, de escon¬derme. ¡Cuán cobarde fui pensan¬do en la propia seguridad, y no en la tuya, abandonando, como prenda, en manos de estos miserables, tu amada cabeza, ¡padre mío... ! ¡Le¬jos de mí, vil precaución: No quiero pensar en otra cosa que en tomar sangrienta venganza... ¡Nadie po¬drá detenerme! ... Quiero exigirle al gobernador los ojos de mi pa¬dre... le hallaré rodeado de sus tropas... ¡Qué me importa la vida, ahogo en su sangre mi dolor! (Va a salir.) WALTHER.––Aguardad, ¿qué po¬déis contra él? ¡En Sarnen, en su castillo, de lo alto de su inexpug¬nable fortaleza, se ríe de vuestro impotente dolor! MELCHTHAL. Aunque habitara en los palacios de hielo de Schreckhom, o allá más lejos todavía, en las eter¬nas nubes donde se oculta el Jung¬frau, me abriré camino hasta él, y con veinte jóvenes resueltos como yo, derribaré su fortaleza. Y si na¬die quisiera seguirme; si temblan¬do por vuestras chozas, por vuestros ganados, dobláis el cuello al yugo de la tiranía, convocaré a los pasto¬res de las montañas, y bajo la bó¬veda del cielo, allí donde se guarda incorrupta la inteligencia, puro el corazón, les contaré tan espantosa crueldad. STAUFFACHER.––(A WALTHER FURST.) El mal llegó a su colmo... ¿aguardaremos hasta el último ex-tremo? MELCHTHAL. ¿Qué extremo he¬mos de temer, cuando la pupila no está ya segura en la órbita? ¿Vivi¬mos, acaso, indefensos? ¿Para qué habremos aprendido a tirar la ba¬llesta, y a manejar el hacha? Toda criatura halla sus medios de defen¬sa en la angustia de la desesperación; detiénese el ciervo fatigado y muestra a la jauría sus temibles ramas; la cabra montés lleva al abismo al ca¬zador; el mismo buey, dócil y do¬méstico servidor del hombre, que dobla paciente la ancha testuz bajo el yugo, la levanta irritado, agita sus cuernos poderosos y lanza por los aires a su enemigo. WALTHER.––Si las tres cantones pensaran como nosotros tres, bien podría tentarse un esfuerzo. STAUFFACHER.––Si Uri nos lla¬ma, si Unterwald promete su au¬xilio, Schwyz será fiel a los anti¬guos pactos. MELCHTHAL.––Cuento con muchos amigos en Unterwald, y cada uno espondrá con gusto su vida, si se siente apoyado, protegido por su compañero. ¡Oh, venerables padres de esta comarca! vedme, joven toda-vía, entre vosotros dotados de tanta experiencia; debiera callar modesta¬mente en vuestro consejo, mas no menospreciéis mis palabras y mis opiniones, porque sea joven o in¬experto. No me anima juvenil arre¬bato, sino la violencia de mi dolor, dolor que enternecería las piedras. También sois padres y jefes de fa¬milia, también deseáis, sin duda, un hijo virtuoso que honre vuestras ca¬nas y defienda solícito las pupilas de vuestros ojos. Aunque no sufris¬teis todavía ni en vuestras personas ni en vuestros bienes, aunque vues-tros bienes, aunque vuestros ojos claros y serenos se mueven todavía en su órbita, no sigáis extraños a tan gran dolor. También la espada de la tiranía se halla suspendida sobre vuestras cabezas. Quisisteis sustraer el país a la dominación del Austria; mi padre no cometió otra falta; sois culpables como él, y os alcanzará el mismo castigo. STAUFFACHER.––(A WALTHER FURST.) Decidid; estoy pronto a seguiros. WALTHER.––Preciso es conocer la opinión de los nobles señores de Sillinen y de Attinghausen. Me pa-rece que su nombre ha de atraernos partidarios. MELCHTHAL.––¿Qué nombre es más respetado que el vuestro en es¬tas montañas? El pueblo confía ple-namente en tales nombres, que go¬zan de absoluto prestigio. Recibis¬teis de vuestros padres rica heren¬cia de virtudes, y se enriqueció con vosotros... ¿Para qué necesitamos a los nobles? Ejecutemos solos la empresa ... ¿Que no somos los úni¬cos en este país?... Harto sabre¬mos defendernos solos. STAUFFACHER.––Los nobles no comparten nuestras desgracias; el torrente que asoló el valle, no al-canzó todavía a las colinas... Creo sin embargo, que no nos faltaría su auxilio, si vieran al país levantado en armas. WALTHER.––Si hubiese un media¬dor entre el Austria y nosotros, la justicia y las leyes resolverían la cuestión; mas como nuestro tirano es el emperador, el mismo juez su¬premo, no queda otro recurso que la ayuda de Dios y el esfuerzo de nuestro brazo... Sondead las in¬tenciones de los de Schwyz... yo voy a reunir a los amigos en Uri... ¿a quién enviaremos a Unterwald? MELCHTHAL––Enviadme a mí... ¿a quién importa más el... WALTHER.––No puedo consentir en ello... ; sois mi huésped, y tó¬came velar por vuestra seguridad. MELCHTHAL.––Dejadme; conozco los caminos y el paso de las rocas; hallaré en todas partes amigos que me darán asilo, y me libertarán de mis perseguidores. STAUFACHER.––Dejad que vaya con el auxilio de Dios. No hay entre aquella gente un solo traidor; abo-rrece la tiranía que no cuenta allí con auxiliar alguno... Baumgarten, además, nos ayudará a sublevar el país, y a reclutar partidarios. MELCHTHAL.––¿Cómo nos comu¬nicaremos mutuamente las noticias más exactas, sin sugerir sospechas a los tiranos? STAUFFACHER.––Podríamos reunir¬nos en Brunnen o en Treib, donde arriban las barcas de los mercade-res. WALTHER.––No nos será posible dirigir la empresa con tanta publi¬cidad. Oid mi parecer: a la izquier¬da del lago como quien va hacia Brunnen, y frente a Mythenstein, hay entre los bosques una pradera que los pastores llaman Rutli, por¬que se han cortado los árboles de aquel sitio. Fronterizo a nuestro can¬tón, fronterizo al vuestro (a MELCH¬THAL.), ligero batel puede en poco tiempo llevaros a vos (a STAUFFA-CHER) de Schwyz hasta allí. Allí podemos acudir por la noche, y por desiertos caminos, y deliberar al abrigo de toda sorpresa. Cada uno de nosotros puede llevar diez hom¬bres que merezcan nuestra confian¬za; hablaremos en común del inte¬rés común, y con la ayuda de Dios tomaremos una resolución. STAUFFACHER.––¡Así sea! Ahora, dadme la diestra; como los tres nos tendemos lealmente la mano, los tres cantones permanecerán unidos en vida y en muerte. WALTHER y MELCHTHAL.––En vi¬da y en muerte. (Siguen breve rato en silencio, estrechándose mutuamente las manos.) MELCHTHAL.––¡Oh ciego! ¡ancia¬no padre mío! tú no has de ver el día de la libertad, pero oirás sus cánticos. Cuando de Alpe en Alpe se alcen llameando las fogatas, y se derrumben las fortalezas de la ti¬ranía, Suiza entera se dirigirá a tu casa con la feliz noticia, y la luz brillará para ti en las tinieblas. (Se separan.) ACTO II ESCENA PRIMERA El castillo del barón de Attinghausen. Una sala gótica; adornan los ángulos algunas panoplias. El BARÓN DE ATTINGHAUSEN, anciano de ochenta y cinco años, de noble y elevada estatura, vestido de pieles, apoyado en un bastón, con un cuerno de gamuza a guisa de adorno. KUONI .y seis servidores más, en pie en torno suyo, armados de guadañas y rastrillos. ULRICO DE RUDENZ se adelanta vestido de caballero. RUDENZ.––Heme aquí, tío, ¿qué me queréis? ATTINGHAUSEN.––Permitidme an¬tes que siguiendo la antigua cos¬tumbre de mi casa, beba la copa del desayuno con mis servidores. (Bebe en una copa que pasa luego de mano en mano.) Antes iba yo mismo con ellos al campo y al bos¬que, y como presidía sus trabajos, les llevaba con mi bandera al com¬bate, pero ahora sólo puedo darles mis órdenes, y si el calor del sol no viene hasta mí, no puedo salir a buscarle al monte. Cada día va li¬mitándose el espacio que puedo re¬correr, hasta que llegue a punto tal, que sea el último; aquel en que la vida se detiene. No soy más que mi propia sombra; bien pronto no quedará de mí otra cosa que mi nombre. KUONI.—(A RUDENZ, ofreciéndole la copa.) Bebo a vuestra salud, mi noble señor. (RUDENZ titubea.) Va¬ya, bebed; no hay aquí más que un solo corazón y una sola copa. ATTINGHAUSEN.––Retiraos, hijos míos; a la noche hablaremos de los asuntos del país. (Se van. A RU-DENZ.) Te veo muy engalanado y equipado. ¿Te dispones a salir para Altdorf a ver al gobernador? RUDENZ––Sí, querido tío, y no me atrevo a demorar por más tiem¬po la partida. ATTINGHAUSEN. ––(Sentándose.) ¿Tanto te urge? ¿Tan medidas tie¬nes las horas que no puedes re-servar un instante a tu buen tío? RUDENZ.––Veo que no tenéis ne¬cesidad de mí y que soy un extra¬ño en esta casa. ATTINGHAUSEN.––(Después de ha¬berle mirado largo rato.) Sí, por des¬gracia, y por desgracia también eres extranjero en tu patria. No te co¬nozco, Ulrico; llevas vestidos de se¬da, te adornas con plumajes, cuelga de tus hombros manto de escarlata, tratas con desprecio al villano, y te avergüenzas de su amistoso saludo. RUDENZ.––Con gusto le concedo lo que se le debe, pero le niego el derecho que se arroga. ATTINGHAUSEN.––Gime la comar¬ca bajo la cruel opresión del sobe¬rano, y semejante tiranía llena de dolor el alma de todo hombre de bien. Sólo tú permaneces insensible a la general consternación; todos observan que te alejas de los tuyos para ponerte del lado de los ene¬migos de tu país, y te mofas de nues¬tros males, y corres tras frívolos pla¬ceres, mendigando el favor de los príncipes, mientras mana sangre tu patria bajo el azote de los opresores. RUDENZ. ¿Y por qué yace opri¬mido este país?... ¿Quién lo arro¬ja en brazos de la desgracia? Basta¬ría una sola palabra, una sola, para verse libre al instante de este yugo y tener un emperador favorable a nuestro bien. ¡Ay de quienes cie¬rran los ojos del pueblo y le fuerzan a que rechace su verdadera prospe¬ridad! El propio interés es la causa de que impidan a los cantones pres¬tar juramento al Austria, al igual que las co-marcas vecinas. Orgullo¬sos de sentarse con los nobles en el banco de la nobleza, quieren al emperador por soberano, para no tener así soberano. ATTINGHAUSEN.––¡Tales palabras me veo obligado a escuchar y de tu boca! RUDENZ.––Me habéis provocado, dejadme acabar. ¿Qué puesto ocu¬páis vos mismo en este país, caro tío? ¿No os animará otra ambición que ser señor de estos lugares o simple landammann, y compartir vuestra soberanía con estos pasto¬res? ¿Acaso no sería más glorioso para vos, tributar homenaje a un rey y figurar en su brillante séquito, que ser el igual de vuestros siervos y sentarss en el tribunal al lado de simples villa-nos? ATTINGHAUSEN.––¡Ah! Ulrico, Ul¬rico; reconozco en semejantes pala¬bras el lenguaje de la seducción, que penetró en tu oído y envenenó tu alma. RUDENZ.––Sí, no lo niego; llegó al fondo de mi alma la mofa de estos extranjeros que llaman a nuestra no-bleza, nobleza de campesinos. No puedo resignarme a vivir en la ocio¬sidad de mi patrimonio, a malgastar en vulgares ocupaciones mis flore¬cientes años, mientras otros jóvenes caballeros se agrupan en torno al estandarte de Habsburgo para reco¬ger el lauro. Al otro lado de estas montañas existe un mundo donde al-gunos alcanzan fama inmortal con sus proezas. Mi casco y mi escudo se cubren de orín colgados de las paredes de esta sala, y el son de la trompa guerrera, la voz del heraldo que invita al torneo, no llegan a es¬tos valles. Sólo oigo aquí el monó¬tono rumor de los cantos pastoriles y de las esquilas de los ganados. ATTINGHAUSEN.––¡Ah! ¡ciego!... Fascinado por vanos resplandores desprecias el suelo natal, te sonro-jan las piadosas y antiguas tradicio¬nes de tus ascendientes. Día vendrá en que viertas ardientes lágrimas y suspires por el paterno techo. Esta melodía de las esquilas de los ga¬nados que en tu orgulloso hastío desde-ñas, despertará en tu ánimo penosas ansias, si suena para ti en tierra extranjera. ¡Oh! ¡cuán vivo hechizo el de la patria! No naciste para vivir en el engañoso mundo, ajeno a tu corazón puro, y honrado como es; en la corte orgullosa del emperador te sentirías extranjero siempre, porque el mundo exige vir¬tudes diversas de las que heredaste en estas montañas. Ve, vende tu al¬ma libre, recibe en feudo tus pro¬pias tierras, conviértete en lacayo de los príncipes, cuando puedes ser tu propio dueño, príncipe de tu pa¬trimonio, de tu libre suelo. ¡Ah! Ulrico, Ulrico; sigue con los tuyos, no vayas a Altdorf, no abandones la sagrada causa de la patria. Pos¬trer representante de mi raza, mi nombre se perderá conmigo, y mi casco y mi escudo que cuelgan allí, serán encerrados conmigo en mi tumba. ¿Habré de morir pensando que aguardas tan sólo a que cierre los ojos para abandonar mi casé señorial y recibir de manos del Aus¬tria mis nobles bienes, que yo recibí libre-mente de Dios? RUDENZ.––En vano querréis resis¬tir al rey; el mundo le pertenece. ¿Lucharemos solos y obstinados para romper la fuerte cadena que forman en torno las comarcas vecinas? Al rey pertenecen las plazas públicas y los tribunales, los caminos por don¬de transitan los mercaderes; hasta las bestias de carga que suben al San Gotardo le pagan tributo. Nos ciñen sus posesiones como una red. ¿Nos protegerá el imperio?... ¿Aca¬so podrá defenderse él mismo con¬tra el creciente poder del Austria? Si Dios no viene en nuestra ayuda, ningún emperador puede prestárnos¬la. ¿Cómo fiar en la promesa del emperador, cuando el mismo impe¬rio, en los desastres de la guerra y para subvenir a sus necesidades, enajena y vende los lugares puestos bajo la protección del águila? No, tío; en estas épocas de cruel discor¬dia, fue siempre el más prudente partido aliarse a un jefe poderoso. La corona imperial pasa de una a otra familia, con lo que perece el recuerdo de nuestros servicios y de nuestra fidelidad, mientras que bajo una monarquía poderosa y heredi¬taria, nuestros buenos servicios son otras tantas semillas que darán su fruto en tiempos venideros. ATTINGHAUSEN.––¿ Tan discreto eres?... ¿te figuras ser más pers¬picaz que tus nobles antepasados, que para conservar el precioso te¬soro de la libertad, combatieron he¬roicamente y sacrificaron a ella sus bienes y su vida?... Ve a Lucerna y observa cómo pesa sobre, aquel país la dominación del. Austria. Ven¬drán aquí a contar nuestras ovejas y nuestros bueyes, a medir los Al¬pes, a vedarnos la caza y el vuelo de las aves en nuestros bosques li¬bres, a poner vallas a los puentes y a las puertas, a sostener sus gue¬rras con nuestra sangre... ¡Ah! no; si es fuerza verterla; sea al menos por nuestra libertad, menos cara que la esclavitud! RUDENZ.––¡Y qué podemos nos¬otros, tribu de pastores, contra los ejércitos de Alberto! ATTINGHAUSEN.––Aprende, man¬cebo, a conocer a esta tribu de pas¬tores. Yo la conozco, yo la guié a la batalla y por mis propios ojos la vi combatir en Favenz. Vengan, pues, a imponernos un yugo que estamos resueltos a no soportar. ¡Ah! Recuerda a qué raza pertene¬ces, no desdeñes por frívola vani¬dad y por mentidos esplendores, el verdadero tesoro de tu dignidad. Ser jefe de un pueblo libre que sólo se consagra a ti por amor, que te si¬gue siempre fiel al combate y a la muerte, esta ha de ser tu gloria, este tu orgullo. Es-trecha fuertemente los vínculos que contrajiste con nacer, únete a tu pueblo, a tu cara patria, entrégale el corazón por entero. Aquí están las profundas raíces de tu po¬derío; allí, aislado, en un mundo extranjero para ti, no serás más que débil caña rota al embate de todos los vientos... ¡Oh! vente; tiempo ha que no nos has visto; prueba de pasar un día con nosotros; no vayas hoy a Altdorf... ¿Oyes? no vayas hoy; concede un solo día a los tuyos. (Le toma la mano.) RUDENZ.––He dado mi palabra... Dejadme... estoy comprometido. ATTINGHAUSEN.––(Soltando su ma¬no; con grave acento.) Estás com¬prometido. Sí, desgraciado, pero no de palabra, ni con juramento; es¬tés atado con los lazos del amor. (RUDENZ vuelve la cara.) Oculta el rostro cuanto gustes. Una mujer, Berta de Bruneck, es quien te atrae a la casa del gobernador y te en¬cadena al imperio. Para lograr su mano haces traición a tu patria. Mi¬ra no te engañes; para seducirte, te la muestran como futura esposa, pero no está reservada a tus ino¬centes deseos. RUDENZ.––Harto escuché. Adiós. (Se va.) ATTINGHAUSEN .––Detente, joven insensato... Se aleja... No puedo detenerle; no puedo salvarle. Así abandonó Wolfenschieszen la causa de su pueblo y otros le seguirán; que la seducción extranjera obra con fuerza en nuestras montañas, y arre¬bata a la juventud. Día fattal aquel en que el extranjero vino a estos feli-ces y tranquilos valles a corrom¬per la inocencia de nuestras piado¬sas costumbres. La novedad se in¬troduce aquí con violencia; y se pierden las antiguas, venerables tradiciones, y vienen otros tiempos, y otras ideas ocupan a la generación actual. ¿Qué hago ya aquí? Cuan¬tos vivieron y obraron conmigo, ya¬cen sepultados. Mi tiempo se halla en la tumba. ¡Dichoso aquel que nada tiene que ver con los que vienen! (Se va.) ESCENA II Una pradera rodeada de bosques y escarpadas rocas. Sobre las rocas al¬gunos senderos con barandilla y escaleras practicables. En el fondo; el lago; brilla sobre él un arco-iris lunar. Altas montañas coronadas de nieve, en último término. Es de noche; la luna ilumina el paisaje, el lago y los ventisqueros. MELCHTHAL, BAUMGARTEN, MEIER DE SARNEN, BURKHART DE BUHEL, ARNOLDO DE SEWA, NICOLÁS DE FLUE, STRUTH DE WINKELRIED y cuatro campesinos, todos armados. MELCHTHAL.––(Dentro.) El cami¬no se ensancha; seguidme sin temor; reconozco las rocas y la pequeña cruz que las corona; hemos llegado ya; estamos en Rutli. (Salen con an¬torchas.) WIN KELRIED.––Escuchad . SEWA.––Todo está desierto. MEIER.––No hay todavía ningún compatriota. Los de Unterwald lle¬gamos los primeros. MELCHTHAL. ¿Es muy tarde? BAUMGARTEN ––El vigilante de Se¬lisberi acaba de cantar las dos. (Sue¬nan campanas a lo lejos.) MEIER.––Silencio; ¡oigamos! BUHEL.––La campana de la er¬mita de los bosques que llama a maitines en la orilla opuesta, en el país de Schwyz. FLUE.––El aire es puro y extiende muy lejos el sonido. MELCHTHAL.––Id, encended algu¬nas fogatas para alumbrar a los que vengan. (Se van dos campesi¬nos.) SEWA.––Tenemos una hermosa no¬che de luna; el lago, terso como un cristal. BUHEL.––Fácil les será la trave¬sía. WINKELRIED—(Señalando el la¬go.) ¡Ah! mirad, mirad hacia allí; ¿nada veis? MEIER.––¡Sepamos qué! ¡Ah! sí; realmente, el arco iris a estas horas de la noche. MELCHTHAL.––Producido por el resplandor de la luna. FLUE Esta es maravillosa y rara señal; muchos hay que no la vie¬ron en su vida. SEWA.––Y es doble... ¿veis? Se ve otro más pálido alrededor del primero. BAUMGARTEN—Mirad una barca que pasa por debajo del arco. MELCHTHAL.––Stauffacher en su batel; el buen hombre no se hace esperar mucho. (Se dirige con BAUM¬GARTEN a la ribera.) MEIER.––Los de Uri son los que tardan más. BUHEL.––Se ven obligados a dar una larga vuelta por la montaña para escapar a la vigilancia de la gente del gobernador. (En esto, dos hombres han encendido una fogata en medio de la escena.) MELCHTHAL.––(Desde la ribera.) ¿Quién va?... ¡El santo y seña! STAUFFACHER.––¡Amigos de la pa¬tria! (Todos se dirigen al foro al encuentro de los recién llegados; se ve salir de la barca a STAUFFACHER, ITEL REDING, HANS DE MAUER, JOR¬GE DE HOFE, CONRADo HUNN, UL¬RICO DE SCHMID, JOST DE WEILER y tres más. Van también armados.) TODOS.––(A la vez.) ¡Bienvenidos! (Mientras los demás se detienen en el foro y se saludan, MELCHTHAL y STAUFFACHER se adelantan.) MELCHTHAL.––¡Ah! Stauffacher; le vi… le vi al que ya no puede verme; puse la mano sobre sus ojos, y el extinguido rayo de su mirada inflamó en mi corazón ardiente sen¬timiento de venganza. STAUFFACHER:––No hables de ven¬ganza, que no se trata aquí de vengar el mal cometido, sino de pre-caver el que nos amenaza. Dime ahora, ¿qué habéis hecho en el país de Unterwald? ¿a quién habéis reclu-tado para la causa común? ¿qué piensan vuestros compatriotas? ¿có¬mo habéis podido escapar a la trai¬ción? MELCHTHAL.––A través de las im¬ponentes montañas de Sarnen, y los vastos desiertos de hielo, cuyo si¬lencio turba tan sólo el graznido del buitre, o el balido de las ovejas, llegué por fin a los Alpes, donde los pastores de Uri y Engelberg se saludan de lejos con gritos, y apa¬centan en común los ganados. Tem¬plé mi sed con el agua de los ven¬tisqueros que mana a borbotones de las hendiduras. Me detuve en la so¬litaria granja; no había nadie para recibirme; llegué a poco en pobla¬do. El rumor de la atrocidad nueva¬mente cometida había cundido ya por aquellos valles, y no llamé a una sola puerta, donde mi desgracia no me valiese la más honrosa acogida. Hallé los ánimos sublevados a cau¬sa de los nuevos actos de violencia, porque así como los Alpes produ¬cen siempre las mismas plantas, y manan las fuentes en un mismo si¬tio, y hasta las nubes y los vientos siguen invariables la misma direc¬ción, así las antiguas costumbres pa¬saron dé padres a hijos, y las viejas tradiciones se rebelan contra la te¬meraria novedad. Tendiéronme la vigorosa mano, y descolgaron del muro las armas enmohecidas; lla¬meó con júbilo en su rostro el va¬lor, cuando pronuncié los venerados nombres de los hijos de nuestras montañas, el vuestro, el de Walther Furst. Han jurado hacer cuanto os pareciere justo, han jurado seguiros hasta la muerte. Así, bajo la sagra¬da protección de la hospitalidad re¬corrí mi camino yendo de granja en granja, y cuando llegué al valle natal, donde cuento con muchos pa¬rientes, hallo por fin a mi padre, ciego, desnudo, tendido en la paja, viviendo todavía por merced de al¬gunos amigos bienhechores... STAUFFACHER.––¡Dios mío! MELCHTHAL.––No he llorado, no malgasté en impotentes lágrimas la fuerza de mi intenso dolor; concen-trándole en el fondo del alma, co¬mo precioso tesoro, pensé tan sólo en obrar. Recorrí los tortuosos sen¬deros de los montes; no hay valle por oculto que esté, en donde no haya entrado; llamé a la puerta de todas las cabañas, hasta llegar a los eternos hielos... en todas partes arde el odio contra la tiranía; por¬que la avaricia de los gobernadores extiende sus latrocinios hasta el úl¬timo confín de la naturaleza anima¬da, hasta allí donde la tierra se me¬a a dar fruto. Con mis sarcásticas rases inflamé los ánimos de aquella honrada gente, y están con nosotros no sólo porque lo juraron, sino con alma y vida. STAUFFACHER.––En poco tiempo habéis realizado grandes cosas. MELCHTHAL.–––Hice más. Más que nada, arredran al campesino las dos fortalezas de Rossberg y de Sarnen; porque tras esas murallas de peñas¬cos, halla asilo nuestro enemigo y aflige desde allí a la comarca. Quise juzgar de ellas por mis propios ojos, y he estado en Samen y he visto la fortaleza. STAUFFACHER. ¿Osasteis penetrar hasta la guarida del tigre? MELCHTHAL.––Iba disfrazado con un hábito de peregrino... He visto al gobernador, entregado a la licen-cia... Juzgad si pude dominarme... Vi a mi enemigo y no le maté. STAUFFACHER.–––La fortuna favo¬reció ciertamente tal temeridad. (En esto, los demás conjurados se ade¬lantan y se acercan a los dos in¬terlocutores.) Pero decidme ¿quié¬nes son estos amigos vuestros, esta buena gente que os ha .seguido? Pre¬sentádmelos, a fin de que nos una¬mos con entera confianza y latan de acuerdo los corazones. MEIER. ¿Quién habrá que no os conozca, maestro Stauffacher, en los tres cantones? Yo soy Meier de Sar¬nen, y este es el hijo de mi hermana Struth de Winkelried. STAUFFACHER.––Conozco este nom¬bre. Un Winkelried fue quien mató el dragón en dos pantanos de Weiler, perdiendo la vida en el combate. WINKELRIED.––Era mi abuelo, maestro Werner. MELCHTHAL.––––(Presentando a dos de sus compañeros.) Éstos viven al otro lado de Unterwald; son va¬sallos del monasterio de Engelberg. Espero que no desdeñaréis su au¬xilio, bien que no sean independien-tes como nosotros, ni libres propieta¬rios de su patrimonio. Aman a su país, y gozan por otra parte de bue¬na reputación. STAUFFACHER.––Venga esa mano. Feliz quien no depende de nadie; mas la rectitud ennoblece toda con¬dición. CONRADO HUNN.––Ahí tenéis a maestro Reding, a nuestro antiguo landammann. MEIER.––Bien le conozco, es mi adversario; pleitea contra mí por una antigua herencia... Maestro Re¬ding, discordes ante el tribunal, aquí estamos de acuerdo. (Le estrecha la mano.) STAUFFACHER.––Muy bien dicho. WINKELRIED.––Escuchad; ya lle¬gan. ¿Oísteis la bocina de Uri? (Por ambos lados de la escena, van ba-jando algunos hombres armados y con antorchas.) MAUER—Mirad; ¿no baja con ellos el piadoso siervo de Dios, nues¬tro digno pastor en persona? Ni la fatiga del camino, ni la oscuridad de la noche le arredran, cuando se trata de atender a nuestro bien. BAUMGARTEN.––El sacristán y Wal¬ther le acompañan, pero yo no veo a Tell entre ellos. (Salen WALTHER FURST, ROESSELMANN, párroco de Uri, PETERMANN el sacristán, el pas¬tor KUONI, el cazador WERNI, el pescador RUODI y cinco más. La asamblea se compone de treinta y tres personas. Todo se adelantan, y forman círculo en torno al fuego.) WALTHER FURST.––¡Así es fuerza que nos escondamos en la propia patria, en el suelo natal, y que co¬mo asesinos nos deslicemos en la sombra, y en medio de la noche cu¬yas tinieblas sólo cobijan el crimen y las punibles conspiraciones, ven¬gamos a defender nuestro derecho, tan claro y evidente como la luz del día! MELCHTHAL. ¿Y qué importa? Lo que resolvamos en el seno de la noche oscura, ha de brillar a la luz del sol, con toda libertad y por di¬cha nuestra. ROESSELMANN—Oíd, amigos y confederados, lo que Dios inspira a mi corazón. Formamos una asam-blea general, y podemos obrar en nombre de un pueblo entero; aca¬temos, pues, los antiguos usos del país, del modo que los acatamos en tiempos tranquilos. Lo que fuere ile¬gal en esta reunión, la fuerza de las circunstancias lo legitimará; que Dios está presente donde se ejerce la jus¬ticia, y nos hallamos bajo la bó-veda del cielo. STAUFFACHER.––Pues bien; aca¬temos los antiguos usos. Reina la noche, pero nuestros derechos son perfectamente claros. MELCHTHAL.––Si la asamblea no es completa, el corazón de nuestro pueblo está con nosotros, y figuran aquí los mejores ciudadanos. CONRADO HUNN.––No poseemos ahora los antiguos libros, pero sus leyes se guardan inscritas en nues¬tros corazones. ROESSEMANN.––Formemos al ins¬tante el círculo y plántense en me¬dio las espadas, signo de poder. MAUER.––El landammann va a ocupar su puesto, teniendo al lado a los asesores. PETERMANN.––Hay aquí tres pue¬blos; ¿a quién se concede el dere¬cho de presidir la asamblea? MAUER.–––Que Schwyz y Uri se disputen semejante honor; los ve¬cinos de Unterwald renunciamos a él espontáneamente. MELCHTHAL.––Renunciamos a él, porque venimos a pedir el concurso de nuestros amigos poderosos. STAUFFACHER ––Empuñe pues Uri la espada. Su estandarte precede al nuestro en las expediciones del im¬perio. WALTHER FURST.––No; este ho¬nor debe pertenecer a Schwyz, tron¬co de nuestra raza al cual nos glo-riamos de pertenecer. ROESSELMANN.––Permitid que bue¬namente ponga punto a esta gene¬rosa controversia. Schwyz usará de su prerrogativa en el consejo, y Uri en el campo de batalla. WALTHER FURST.––(Presentando la espada a STAUFFACHER.) Tornad, pues. STAUFFACHER—No yo; este dere¬cho pertenece al más anciano. HOPE.––Ulrico Schmid es el más anciano de los presentes. MAUER.––Hombre honrado si los hay, pero no es de condición libre, y en Schwyz sólo pueden ser jue-ces los que poseen un patrimonio exento. STAUFFACHER. ¿No está aquí Re¬ding, el antiguo landammann?... ¿Acaso hallaríamos otro más digno que él? WALTHER FURST.––Sea él nues¬tro landammann y presidente de la asamblea. Los que digan sí que al-cen la mano. (Todos alzan la mano derecha.) REDING.––(Adelantándose, en me¬dio de ellos.) No puedo poner la mano sobre los sagrados libros, pero juro por los eternos astros que no me apartaré de la justicia. (Colocan dos espadas delante de él, y todos se agrupan en torno suyo. SCHWYZ en medio, URI a la derecha, UN¬TERWALD a la izquierda. REDING se apoya en su espada.) ¿Qué causa ha podido congregar a los tres pue¬blos de estas montañas, a media no-che, en esta triste orilla? ¿Cuál será el objeto de esta nueva alianza, con¬cluida bajo el cielo estrellado? STAUFFACHER. ––(Adelantándose.) No vamos a contraer una nueva alianza, sino a ratificar la anti-gua unión del tiempo de nuestros pa¬dres. Vosotros lo sabéis, confedera¬dos; aunque el lago y las montañas nos separan, y cada pueblo se go¬bierna por sí, pertenecemos a una misma raza, corre por nuestras ve¬nas la misma sangre y una es la patria de todos. VINKELRIED.––¿Entonces será ver¬dad lo que dicen las canciones y habremos arribado aquí, venidos de lejanas tierras? ¡Oh! ... decidnos lo que sepáis sobre esto, para que la pasada alianza fortifique la nueva. STAUFFACHER.––Oíd lo que cuen¬tan los viejos pastores. Había en las comarcas del Norte un gran pueblo que sufrió cruel carestía. En tan miserable estado, decidióse que la décima parte de la población, de-signada por la suerte, abandonase el país; hízose así. Muchedumbre de hombres y mujeres partió llorando hacia el Sud y abrióse camino con la espada a través de la Alemania hasta que llegó a estos bosques, a es-tos collados. Aquella multitud in¬fatigable, descendió al silvestre valle donde el Muotta desliza sus aguas por entre las praderas; no se veía en parte alguna vestigio humano; una sola choza se elevaba en la solita¬ria ribera, habitación de un hombre que aguardaba allí a los caminantes para conducirlos en su barquichuela. Agitado el lago por la borrasca, no pudieron atravesarlo, y como obser¬varan detenidamente el país y vie¬ran en él hermosos y ricos bosques, límpidas fuentes, creyeron hallarse en su patria y resolvieron quedarse allí. Fundaron entonces el viejo villorio de Schwyz; largos días de penosas labores emplearon en arrancar las raíces de los árboles que hasta allí extendían. Después cuando el suelo no bastó a contener aquella numero-sa población, fueron despa¬rramándose hasta las montañas ne¬gras, y la vecina comarca, donde otro pueblo, escondido en las eter¬nas nieves, habla otra lengua. Que¬dó fundado Stanz en el bosque de Kern, y Altdorf en el valle de Reuss. Mas todos guardaron siempre el re¬cuerdo de su origen, y entre aquellos hombres de extranjera raza que vi¬nieron aquí a establecerse sobresa¬len los de Schwyz... A impulsos de la sangre, por el corazón nos re¬conocemos mutuamente. (Tiende la mano a sus compañeros.) MAUER.––Sí; tenemos un mismo corazón, una misma sangre. TODOS.––(Tendiéndose la mano.) Formamos un pueblo solo y obra¬remos de común acuerdo. STAUFFACHER.––Los demás sopor¬tan el yugo extranjero y viven so¬metidos a sus vencedores. En este mismo país muchos hombres hay sometidos a extraños deberes y que legan a sus hijos la servidumbre. Pero nosotros, legítima descenden¬cia de los antiguos suizos, hemos conservado siempre nuestra libertad, nunca hemos hincado la rodilla an¬te príncipe alguno, y sólo volunta¬ria, espontáneamente, acudimos a la protección del emperador. ROESSELMANN. ––Sí, libremente, buscamos su amparo' su protec¬ción. Esto es lo especificado en la carta del emperador Federico. STAUFFACHER.––Sí; pues por li¬bre que sea el hombre necesita un soberano, un jefe, un juez supremo al que acudir en caso de litigio. He aquí por qué nuestros padres rin¬dieron homenaje al emperador por el suelo conquistado a las selvas, al que se titula emperador de Alema¬nia e Italia, y como los demás hom¬bres libres de su imperio se obligaron con él a prestar el noble servicio de las armas, porque el único deber de los hombres libres es proteger al imperio que les protege. MELCHTHAL.––Toda otra obliga¬ción es signo de servidumbre. STAUFFACHER.––Cuando nuestros abuelos seguían el estandarte del im¬perio y combatían en sus bata-llas, espada en mano fueron a Italia con los emperadores, para ceñirles la co¬rona de Roma, pero en su país se gobernaban a sí mismos según las antiguas leyes, segun los antiguos usos, y al emperador sólo estaba re-servado el derecho de vida y muer¬te. Delegó a este efecto sus atribu¬ciones en uno de sus principales condes que no residía en nuestro país. Para la pena capital nuestros abuelos se dirigían a él, y a campo raso, clara y simplemente pronun¬ciaba la sentencia sin temor a los hombres. ¿Es esta una prueba de esclavitud? Si alguien sabe estas co¬sas de otro modo que lo diga. HOFE.––No; todo pasaba como habéis explicado. Nunca hemos su¬frido el despotismo. STAUFFACHER.––Rehusamos obede¬cer al mismo emperador, cuando sostuvo la causa del clero a costa de la justicia, los moradores de la aba¬día de Einsiedeln, querían quitar¬nos los pastos que poseemos de an-tiguo; el abad se fundaba en un vie¬jo título en el cual se le concedían las tierras sin dueño, porque se ca-llaron que fuesen nuestras. Enton¬ces dijimos: ––Este título ha sido sorprendido al emperador; él no pue¬de dar lo que nos pertenece, y si el imperio no hace justicia, podre¬mos prescindir de él en nuestras montañas.–– Así hablaban nuestros padres, ¿y nosotros sufriremos un nuevo y vergonzoso yugo? ¿Sopor¬taremos de un lacayo extranjero lo que ningún emperador pudo obte¬ner de nosotros? Nosotros conquis¬tamos este suelo con el esfuerzo de nuestro brazo y convertimos en ha¬bitable región estas selvas, guarida de las fieras, y exterminamos la raza del dragón venenoso que vivía en los pantanos; nosotros rasgamos el velo de nieblas que ayer flotaba triste¬mente sobre este desierto, y quebra¬mos las rocas y abrimos entre pre¬cipicios seguro paso al caminante. Nuestro es el suelo, mil años ha. ¿Y el criado de un soberano ex¬tranjero osará forjar nuestras cade¬nas y cubrirnos de oprobio? ¿No ha¬brá algún remedio para tamaños males? (Los conjurads manifiestan su agitación.) No; el poder de la tiranía tiene sus límites; cuando el oprimido no halla justicia en la tie¬rra y se hace insoportable el peso que le abruma, acude a Dios en de¬manda de valor y alivio, e invoca la eterna justicia que reside en los cie¬los, firme, inmutable como los mis¬mos astros. Renuévanse entonces los primitivos tiempos, en que el hom¬bre luchaba con el hombre, y en úl¬timo recurso se echa mano a la es¬pada. Obligados estamos a defender por la fuerza nuestros más preciosos bienes; combatimos por nuestro país, por nuestras mujeres, por nuestros hijos. TODOS.––(Desenvainando la espa¬da.) Combatimos por nuestras mu¬jeres, por nuestros hijos. ROESSELMANN.––(Adelantándose.) Antes de acudir a las armas, pen¬sadlo bien, podéis obrar pacífica-mente con el emperador; basta una sola palabra, y los tiranos cuya cruel opresión os agobia, se os mos-trarán lisonjeros. Tomad el partido que con frecuencia se os propuso; separaos del imperio y reconoced el poderío del Austria. MAUER. ¿Qué dice el párro¬co?... ¿Nosotros prestar juramento al Austria? BUHEL.––¡No le escuchéis! WINKELRIED.––Este consejo es propio de traidores, de enemigos del país. REDING.––Haya paz, amigos. SEWA. ¿Nosotros rendir homena¬je al Austria después de semejante ofensa? FLUE. ¿Nos dejaremos arrebatar por la violencia, lo que rehusamos a la blandura? MEIER.––Entonces seríamos escla¬vos, y mereceríamos serlo. MAUER.––Quien proponga que ce¬damos al Austria, sea privado de sus derechos de suizo. Landammann, pi¬do que esta sea la primera ley pro¬mulgada aquí. MELCHTHAL.––Sea. Quien hable de ceder al Austria sea privado de todos sus derechos, despojado de todo honor, y ninguno de sus com¬patriotas le reciba en su hogar. TODOS—(Tienden la mano dere¬cha.) Así lo queremos todos. Tal sea la ley. REDING.––(Después de un momen¬to de silencio.) Queda acordado. ROESSELMANN.––Sois libres, libres gracias a esta ley. El Austria no ob¬tendrá por la fuerza, lo que no pudo obtener con amistosas gestiones. WEILER. Volvamos a la orden del día. REDING.––Confederados: ¿hemos usado ya de todos los medios de con¬ciliación? Tal vez el soberano ig-nora cuánto sufrimos; tal vez sufri¬mos contra su voluntad. Antes de acudir a la espada hagamos un úl¬timo esfuerzo para que lleguen has¬ta él nuestras quejas. La violencia es siempre terrible aun tratándose de una causa justa, y Dios sólo acuer¬da su auxilio cuando no se puede obtener justicia de los hombres. STAUFFACHER. –– (A CONRADO HUNN.) A vos os toca darnos no¬ticias sobre esto; hablad. CONRADO HUNN.––Fui a ver al emperador en su palacio de Rhein¬feld, para manifestarle nuestro des-contento, a causa de las crueles ve¬jaciones de los gobernadores y pe¬dirle a la vez la carta de nuestros anti-guos privilegios que cada nuevo soberano confirma. Allí encontré a los emisarios de innumerables pue¬blos de Suabia y orillas del Rhin, quienes recibían sus títulos y regre¬saban alegremente a su patria. En cuanto a mí, delegado vuestro, dijé¬ronme que me avistara con los del Consejo, y éstos se limitaron a des¬pedirme con buenas razones. ––“El emperador no tiene tiempo esta vez, pero no os olvidará.” Y me volvía descorazo-nado, cuando al cruzar por la sala del castillo, vi al duque Juan que lloraba y junto a él a los no¬bles señores de Wart y Tegérfeld. Me llaman y me dicen: Resistid con las propias armas y no esperéis justicia del soberano. ¿No estáis viendo cómo despoja a su propio sobrino y detenta su legítima he¬rencia? El duque reclama los bienes de su madre; llegó a la mayor edad y se halla en el caso de gobernar por sí mismo su patrimonio y sus vasa¬llos. ¿Sabéis qué respuesta ha recibi¬do? El emperador ha puesto en su cabeza un solideo, diciéndole: este es el ornamento de tu juventud.” MAUER. ¿Oís? No esperemos del emperador ni rectitud ni justicia... acudid a la propia ayuda. REDING.––No nos queda otro par¬tido. Veamos ahora el modo de en¬caminarnos a nuestro fin con la de-bida prudencia. WALTHER FURST. ––(Adelantándo¬se.) Queremos sustraernos a odiosa dominación y conservar íntegros los derechos que nos legaron nuestros padres, mas no ambicionar otros nuevos. Conserve en paz el empera¬dor los suyos, y sirva a su señor el que lo tenga. MEIER.––Yo soy feudatario del Austria. WALTHER FURST.––Pues continuad cumpliendo con ella vuestras obli¬gaciones. WEILER.––Yo pago un tributo a los señores de Rappersweil. WALTHER FURST.––Pues continuad pagándolo. ROESSELMANN.––Yo he prestado juramento a la abadía de Zurich. WALTHER FURST.––Dad a la aba¬día lo que es suyo. STAUFFACHER.––Yo no dependo más que del imperio. WALTHER FURST.––Hágase lo que deba hacerse, pero nada más. Lo que deseamos es arrojar del país a los gobernadores v a sus sicarios, y derribar sus fortalezas, si es posi¬ble, sin verter sangre. Reconozca el emperador que nos hemos visto for¬zados a violar nuestras obligaciones y el respeto que le debemos. Si ve que nos mantenemos dentro de jus¬tos límites, tal vez la prudencia po¬lítica enfrentará su cólera, porque un pueblo que sabe guardar mode¬ración con las armas en la mano, inspira legítimo temor. REDING.––Pero oíd; ¿cómo lleva¬remos a feliz término la empresa? El enemigo está armado y no ha de ceder sin combatir. STAUFFACHER.––Cederá cuando vea que también lo estamos nos¬otros; cederá si sabemos ganarle por la mano. MEIER.––Lo cual está pronto di¬cho, pero es difícil ejecutarlo. Dos fortalezas protegen al enemigo, y se¬rán temibles si viene el rey. Antes de desenvainar una sola espada, de¬biéramos apoderarnos de Rossberg y de Sarnen. STAUFFACHER.––Si tardamos mu¬cho, alguien prevendrá al enemigo y demasiada gente estará en el se-creto. MEIER.––No hay un solo traidor en los tres cantones. ROESSELMANN.––El mismo celo puede hacer traición a nuestros planes. WALTER FURST.––Si se demoran, el edificio de Altdorf estará termina¬do y el gobernador irá a fortificar¬se en él. MEIER.––Mucho Os acordáis de los propios intereses. PETERMANN.––¡Y vosotros estáis injustos! MEIER.––(Levantándose.) ¡Injustos nosotros! ¡Los de Uri osan decirlo! REDING.––¡En nombre de vuestro juramento, silencio! MEIER.––Sí; si Schwyz se pone del lado de Uri, forzoso será ceder. REDING.––Me veo obligado a re¬prenderos ante la asamblea, porque turbáis la paz con vuestra violencia. ¿No nos reúne aquí una causa co¬mún? WINKELRIED.––Podríamos aguar¬dar hasta el día de la fiesta del Se¬ñor; es costumbre que en tal día todos los vasallos acudan al casti¬llo con sus presentes. Diez o doce hombres se reunirían allí sin que nadie recelara, y podrían traer ocul¬tos algunos aguijones de hierro y armar con ellos sus bastones, por¬que nadie entra armado en el cas¬tillo. El grueso del ejército aguarda¬ría en tanto emboscado cerca de allí, y cuando los otros se hubiesen apoderado de la entrada, llamarían con un toque de bocina, saldríamos todos y fácilmente nos hacíamos dueños de la fortaleza. MELCHTHAL—Yo me encargo de entrar en Rossberg. Una doncella del castillo me dio pruebas de algu¬na afección y podré persuadirla a que me tienda una escalera para visitarla de noche. Una vez allí, haré entrar a mis amigos. REDING—¿Estáis todos conformes en diferir la ejecución? (La mayoría levanta la mano.) STAUFFACHER.––(Contando los vo¬tos.) Veinte contra doce. WALTHER FURST.––En cuanto ha¬yan caído en nuestro poder las for¬talezas, daremos la señal de una a otra montaña, encendiendo algunas fogatas. El pueblo se reunirá inme¬diatamente en el principal lugar del cantón, y cuando vean los goberna¬dores que estamos decididos a re¬sistirnos, creedlo, no empeñarán la lucha, y aceptarán de buen grado un salvoconducto para pasar la fron¬tera. STAUFFACHER—Sólo temo las fuerzas de Geszler; rodeado de te¬rribles sicarios, no ha de abandonar el campo de batalla sin efusión de sangre, y hasta expulsado del terri¬torio será terrible enemigo. Es di¬fícil y quizá peligroso perdonarle. BAUMGARTEN—Colocadme donde se corra el riesgo de perder la vida; la expongo con gusto por mi pa-tria, esta vida que salvó Guillermo Tell. He defendido mi honor y mi corazón se siente satisfecho. REDING.––El tiempo trae consejo. Aguardad con paciencia; también conviene fiar algo a la ocasión... pero mirad... mientras seguimos aquí deliberando, brila la roja au¬rora en las cumbres. Vaya, separé¬monos, antes que el sol nos sor¬prenda. WALTHER.––No os inquietéis; la noche se retira lentamente de los valles. (Todos, cediendo a espontá-neo impulso, se descubren y contem¬plan con piadoso recogimiento la salida del sol.) ROSSELMANN.––Por esta luz que a nuestros ojos brilla, antes que alumbre a los que duermen envuel¬tos en la bruma de las ciudades, juremos el pacto de la nueva alian¬za. Queremos ser un solo pueblo de hermanos a quienes nunca, ni la desgracia, ni el peligro podrán se¬parar. (Todos repiten la misma fórmula, levantando los tres dedos de la mano derecha.) Queremos ser libres como lo fueron nuestros pa¬dres, y preferimos la muerte a la esclavitud. (Todos repiten. estas pa¬labras.) Queremos poner nuestra con¬fianza en el Dios Todopoderoso, y no temer nunca el poder de los hom¬bres. (Lo repiten también y se abra¬zan.) STAUFFACHER. ––Emprenda cada cual en santa paz su regreso y vuelva a reunirse con sus amigos. Conduzca el pastor tranquilamente sus gana¬dos a los establos de invierno, y con sigilo cuide de reclutar partidarios para nuestra empresa. Soportad cuan¬to sea soportable hasta el momento decisivo. Dejemos que crezca la lis¬ta de los ultrajes... hasta al día en que los tiranos pagarán de una vez sus deudas con todos y cada uno. Fuerza es dominar nuestro justo fu¬ror... quede reservada la particu¬lar venganza para la venganza de todos; que ocuparse hoy de la pro¬pia injuria, fuera en perjuicio de la causa común. (Mientras se alejan en profundo,silencio, y en tres di¬ferentes direcciones, toca la orquesta una brillante sinfonía. La escena permanece solitaria breve rato, y brillan los rayos de la aurora en las lejanas nieves.) ACTO III ESCENA PRIMERA Patio delante de la casa de Guillermo Tell. TELL, trabajando de carpintero. HEDWIGIA, ocupada en una labor. WALTHER y GUILLERMO juegan en el fondo del teatro, con una pequeña ballesta. WALTHER.––(Canta.) “Con su arco y sus flechas, por montañas y por valles, va el cazador apenas ama-nece.” “Como el buitre en los aires, rei¬na el cazador libremente en los ba¬rrancos y en las montañas.” “Suyo es el espacio, que alcanza su flecha; cuanto vuela, y cuanto se arrastra, todo es suyo.” (Se dirige hacia su padre, saltando.) Se me ha roto la cuerda; recomponla, padre. . . TELL.––No; el buen cazador se auxilia a sí mismo. (Los niños se van.) HEDWIGIA.––Temprano empiezan nuestros hijos a tirar la ballesta. TELL.––Temprano ha de empezar a aprender quien quiera ser maes¬tro en el arte. HEDWIGIA—Dios quiera que no lo sean jamás. TELL.––Bueno es que lo sepan to¬do... quien se aventure a vivir en el mundo, debe aprestarse al ataque y a la defensa. HEDWIGIA.––¿Ninguno de los míos se quedará a vivir tranquilo en casa? TELL––Mujer, yo no puedo va¬riar; no he nacido para pastor, ne¬cesito correr constantemente tras fu¬gitivo fin, y sólo me siento vivir cuando arriesgo diariamente la vida. HEDWIGIA.––Y no piensas en la ansiedad de tu esposa que espera desolada tu vuelta. Me atemoriza lo que refieren tus criados de vues¬tras arriesgadas excursiones. Cada vez que me dejas, late mi corazón teme-roso de que no vuelvas. Ora te imagino extraviado en medio de las montañas de hielo, saltando de roca en roca; ora persiguiendo a la gamuza que con súbita vuelta te arrastra al abismo. Otras veces te veo sepultado bajo formidable alud, o resbalando sobre el hielo hasta caer en precipicio espantoso. ¡Ay, que la muerte amenaza al cazador de los Alpes de mil diferentes mo¬dos! Triste ocupación la que así os trae, con riesgo de vuestra vida, al borde del abismo. TELL.––Quien sabe mirar en tor¬no con sangre fría, y confía en Dios, y es fuerte y ágil, burla fácilmente el peligro y evita los tropiezos. La montaña no asusta al que ha na¬cido en ella. (Terminado su trabajo deja las herramientas.) ¡Ah! me pa¬rece que hay puerta para rato; ¿ves?.. para nada necesito al car¬pintero, gracias a mi hacha. (Toma su sombrero.) HEDWIGIA. ¿A dónde vas? TELL.––A Altdorf, a casa de mi padre. HEDWIGIA. ¿No traes entre ma¬nos algún proyecto arriesgado?... ¡Confiésalo! TELL—¿De dónde sacas tú... HEDWIGIA.––Algo se trama contra los bailes. Ha habido una reunión en Rutli, lo sé, y tú formas también parte de la liga. TELL.––No; no me encontraba allí, pero no he de ser sordo a la voz de la patria, si me llama. HEDWIGIA.––Han de elegir para ti el puesto de más peligro; como siempre... te cabrá en suerte lo más ar-duo. TELL.––A cada cual, según sus medios. HEDWIGIA.––Durante la tempes¬tad condujiste a un hombre de Un¬terwald por el lago, y milagro es que hayas vuelto. ¿Pero no piensas nunca en tu esposa y en tus hijos? TELL.––¡Ah! cara esposa, ¿no pen¬saba en vosotros cuando devolvía un padre a sus hijos? HEDWIGIA.––¡Navegar por el lago en día de borrasca!... Esto no es confiar en Dios, es tentar a la Pro-videncia. TELL.––Quien mucho piensa poco hace. HEDWIGIA.––Ah, sí; eres bueno, eres compasivo, a todos haces be¬neficios, pero si tú necesitaras algo, nadie te ayudaría. TELL.––Dios quiera que no nece¬site ayuda. (Toma su ballesta y sus flechas.) HEDWIGIA.––¿Qué vas a hacer de tu ballesta? Déjala acá... TELL.––Cuando me falta un arma, me parece que me falta un brazo. (Salen los niños.) WALTHER.––Padre, ¿a dónde vas? TELL.––A Altdorf, hijo mío, a ver a tu abuelo... ¿Quieres venir? WALTHER.––Ya lo creo. HEDWIGIA.––Ahora está allí el go¬bernador; no vayas. TELL.––Se va de allí hoy mismo. HEDWIGIA.––Deja que se vaya pri¬mero; no hagas que se acuerde de ti.., ya sabes que nos quiere mal. TELL.––Su mala voluntad no pue¬de causarme perjuicio; vivo honra¬damente y no temo a nadie. HEDWIGIA.––A los que obran bien les odia precisamente más. WALTHER.––No, madrecita; yo voy con mi padre. HEDWIGIA. –– Walther, ¿podrás abandonar a tu madre? WALTHER.––Te traeré algún lindo regalo de casa de mi abuelo. (Se va con su padre.) GUILLERMO––Madre, yo me que¬do contigo. HEDWIGIA.––(Le abraza.) Sí; tú eres mi hijo predilecto, tú eres el único que me resta. (Va hasta la puerta, y les sigue largo rato con la mirada.) ESCENA II Sitio agreste, rodeado de bosque y cascadas. BERTA, Con traje de caza; luego RUDENZ. BERTA.––Me sigue; por fin po¬dré explicarme. RUDENZ.––(Saliendo.) Por fin, es¬tamos solos, señorita. Nos rodean hondos precipicios... en este de-sierto no he de temer testigo algu¬no; voy a romper el prolongado si¬lencio de mi corazón. BERTA.––¿Estáis seguro de que no nos siguen los cazadores? RUDENZ.––Allá abajo están... Ahora o nunca me es fuerza apro¬vcchar este momento precioso y de¬cidir mí suerte, aunque deba alejar¬me de vos... ¡Oh! no me miréis con tal severidad! ¿Quién soy para pretender temerario vuestro amor? No rodea mi nombre todavía aureo¬la de gloria... no me atrevo a fi¬gurar en las filas de los bravos ca¬balleros, famosos por sus proezas, que aspiran a vuestra mano. Sólo po¬seo mi corazón hen-chido de amor... de felicidad... BERTA.––(Severa.) ¿Osáis hablar¬me de fidelidad y amor vos que estáis faltando a los más sagrados de-beres? (RUDENZ retrocede.) ¿Vos, esclavo del Austria, vendido al ex¬tranjero, al opresor de vuestros com-patriotas? RUDENZ. ¿Y vos, señora, me di¬rigís tal reproche? ¿Qué busqué en este partido sino a vos? BERTA.––¿Pensasteis hallarme en el partido de la traición? Preferiría dar la mano al mismo Geszler, al déspota, antes que al desnaturaliza¬do hijo de Suiza, que se convierte en instrumento de los opresores. RUDENZ.––¡Oh, Dios mío! ¡qué debo oír! BERTA. ¿Habrá algo más importante para un hombre honrado que el bien de los suyos? ¿Existe para los nobles corazones deber más gran¬de que defender la inocencia, y cons¬tituirse en protector de los derechos del oprimido? Se me parte el co¬razón con las desgracias de vuestro pueblo, sufro con él, porque me agra¬da, me seduce por completo el ca¬rácter de tales hombres sencillos y fuertes, y cada día me siento más dispuesta a honrarlos. Y vos a quien la naturaleza y vuestros deberes de caballero hacen el defensor obli¬gado de esta buena gente, vos, que con cruel perfidia la abandonáis por vuestros enemigos, forjando las ca¬denas de este país, vos, me afligís, me ofendéis con tal conducta y me hago violencia en no aborreceros. RUDENZ.––¿Y acaso no deseo yo el bien de mi país? Bajo el cetro poderoso del Austria, la paz... BERTA.––La esclavitud es lo que le preparáis. Queréis desterrar la liber¬tad del último asilo que le resta. El pueblo comprende mejor cuál es su verdadera dicha y no deslumbran su firme razón las falsas apariencias. A vos, a vos os han cogido en sus lazos. RUDENZ.––Me despreciáis, me abo¬rrecéis, Berta. BERTA.––Cuánto mejor sería que así fuese... pero ver despreciado y despreciado con justicia al que qui-siéramos amar... RUDENZ: ¡Berta! ¡Berta!.. Me mostráis un instante la cima de la felicidad, para precipitarme luego al abismo de la desesperación. BERTA.––No, no se extinguieron en vuestro ánimo los nobles impul¬sos; dormitan tan sólo, y quiero des-pertarlos. Debéis de violentaros para destruir la propia innata virtud; fe¬lizmente es más fuerte que vos, y a despecho de vuestra voluntad sois noble y bueno. RUDENZ.––¡Confiáis en mí! ¡Oh Berta! todo lo puedo por vuestro amor. BERTA.––Sed lo que la naturaleza generosa quiso que fueseis, ocupad el lugar que os designó, sostened a vuestro pueblo, a vuestra patria, combatiendo por sus sagrados de¬rechos. RUDENZ.––¡Desdichado de mí! ¿y cómo he de lograr vuestra mano, cómo llegaré a poseeros, si resisto a la pujanza del emperador? ¿Aca¬so no son vuestros parientes los que disponen de vos? BERTA.––Mis bienes se hallan si¬tuados en los tres cantones, y si Suiza es libre, también yo lo seré. RUDENZ.––¡Berta! ... ¡qué hori¬zonte desplegáis a mi vista! BERTA.––No esperéis obtener mi mano con el favor del Austria. Sólo se acuerdan de mis riquezas, y quie-ren unirme a un rico heredero. Los mismos opresores que atentan a vuestra libertad, amenazan también la mía, y soy tal vez, amigo, una víctima destinada a recompensar a un favorito. Piensan llevarme a la corte del emperador donde reinan la hipocresía y la astucia, y allí me aguardan las cadenas de un enlace odioso. Sólo el amor... vuestro amor... podría salvarme. RUDENZ. ¿Podríais resolveros a vivir aquí, a ser mi compañera en mi patria? ¡Oh! ¡Berta! Mis en¬sueños vagos y errantes no eran más que aspiraciones hacia vos. Só¬lo a vos iba a buscar por el camino de la gloria... mi ambición era amor tan sólo... Si os resignáis a encerraron conmigo en estos tran¬quilas valles, veo alcanzado el ob¬jeto de mis esfuerzos; si renunciáis por mí a los esplendores del mundo, ya puede estrellarse al pie de estas montañas su agitado torrente, que ninguno de mis deseos extraviará mi ánimo durante mi vida. ¡Ojalá estas rocas nos ciñeran como impenetra¬ble muro, y estos felices valles sólo se abrieran al cielo y a la luz! BERTA.––Ahora te veo tal como te soñó mi corazón. No me engañé. RUDENZ.––¡Adiós, vana ilusión que sedujiste mi ánimo! Aquí, en mi patria hallare la dicha. Aquí flo¬reció alegremente mi infancia; aquí me rodean mil recuerdos de júbilo y hablan a mi alma árboles y fuen¬tes. ¡Quieres ser mía en mi patria! ¡Ay! siempre la amé; y comprendo que me hubiera faltado toda suer¬te de dicha en este mundo. BERTA. ¿Dónde hallarla, sino aquí, morada de la inocencia, aquí donde reside la antigua buena fe y no halló albergue la malicia? Aquí ningún deseo ha de turbar el ma¬nantial de la felicidad y se desliza¬rán nues-tros días, puros y serenos. Ya te miro ornado de la verdadera dignidad de hombre, el primero en¬tre tus con-ciudadanos libres e igua¬les, honrado con espontánea y sin¬cera veneración, grande como un rey en sus esta-dos. RUDENZ.––Y yo a ti, la reina de las mujeres, ocupada en hacer de mi casa un paraíso con mil gratos cuidados, ornamento de mi vida con tu dulzura y tu gracia, y como la primavera esparce en torno sus flo¬res, esparciendo en torno tuyo la animación y la felicidad. BERTA. ¿Comprendes ahora por qué me afligía ver cómo destruías por tu propia mano la suprema di¬cha? ¡Qué desgracia para mí, si hubiese debido seguir a su oscuro castillo al orgulloso caballero, opre¬sor de su patria! Aquí no hay cas¬tillo, no hay muralla que me separe de un pueblo que ansío hacer feliz. RUDENZ. ¿Pero cómo salvarme, cómo romper las cadenas que en mi locura me forjé? BERTA.––Rómpelas con varonil re¬solución. Suceda lo que quiera... sigue unido a tu pueblo; este es tu propio lugar. (Oyense a lo lejos al¬gunas trompas de caza.) Se aproxi¬ma la comitiva; conviene separar¬nos pronto. Combate por tu pa¬tria y por tu amor. Tenemos enfren¬te un común enemigo, ante el cual debemos temblar todos, y una li¬bertad, de la cual gozaremos todos. (Se van.) ESCENA III Una pradera en Altdorf; algunos árboles en primer término. En el foro, una percha de la cual colgará un sombrero. Limita al horizonte la sierra de Bannberg, y una montaña nevada. FRIESHARDT. LEUTHOLD, de guardia. FRIESHARDT.––En vano aguarda¬mos; nadie pasará a saludar el som¬brero. Y sin embargo, mucha gente había por aquí... ¡si parecía esto una feria!... pero desde que se col¬gó este espantajo, la pradera ha que¬dado desierta. LEUTHOLD.––Y sólo vemos, pasar algunos mendigos que vienen aquí a quitarse su andrajoso gorro... pero los buenos prefieren dar una larga vuelta antes que inclinarse de¬lante del sombrero. FRIESHARDT.––Pero no tendrán otro remedio que pasar por aquí, a medio día, cuando salgan de la casa capitular. Buena presa esperaba ha¬cer hoy, porque nadie se acordó del saludo; pero el cura que venía de asistir a un enfermo lo advirtió, y se ha plantado con los santos sacra¬mentos juntito a la percha; el mo-naguillo tocaba la campanilla, y cla¬ro, todos se han arrodillado, y yo también, pero no al sombrero, sino a los santos sacramentos hicieron la reverencia. LEUTHOLD.––¡Camarada! ––me pa¬rece que estamos aquí como puestos a la vergüenza, porque la verdad es que es vergonzoso para un solda¬do hacer guardia junto a un mal sombrero... Esta gente nos despre¬cia, sin duda. Descubrirse al pasar por delante de él... confesemos que es un extravagante capricho. FRIESHARDT. ¿Y por qué no por un sombrero? ¿No saludas tú mu¬chas cabezas hueras? (HILDEGARDA, MATILDE, ISABEL llegan llevando a sus niños de la mano, y pasan por delante de la percha.) LEUTHOLD.––¡Valiente pillo estás tú con ese celo! De buena gana mal¬tratarías a estos buenos aldeanos... Por mí que hagan lo que quieran; yo haré la vista gorda. MATILDE.––Hijos míos, ¿veis el sombrero del gobernador?.. sa¬ludad con respeto. ISABEL: ¡Ojalá se vaya pronto y no nos deje más recuerdo que es¬te!... ¡No irían las cosas peor de lo que van! FRIESHARDT.––(Echándolas fuera.) Vaya... afuera, miserable caterva de mujeres... ¡No hacéis falta por aquí! Vengan vuestros maridos si son tan valientes que se atrevan a forzar la consigna. (Se van las mu¬jeres. TELL se adelanta armado de su ballesta y llevando de la mano a su hijo; pasan por delante del sombrero sin fijar en él la atención.) WALTHER.––(Señalando la sierra.) Padre, ¿verdad que los árboles de estas montañas manan sangre al dar¬les un hachazo? TELL. ¿Quién te ha dicho esto, hijo. mío? WALTHER.––Un pastor. Dice que estos árboles están encantados, y si alguien los maltrata, después de muerto, sale su mano de la fosa. TELL.—Sí, sí; estos árboles están encantados, verdad... ¿Ves a lo lejos aquellas montañas que se ele¬van hasta tocar al cielo? WALTHER.––¡Los ventisqueros que retumban de noche como el true¬no!... de allí se desprenden los alu-des. TELL.––Sí, hijo mío... pues mi¬ra, si el bosque que está encima del pueblo no los detuviera, sepulta¬rían en el hielo a Altdorf. WALTHER.–––(Después de un mo¬mento de reflexión.) Padre, ¿hay países sin montañas? TELL.–––Cuando se desciende de éstas, y se sigue el curso del río hacia abajo, se llega a una vasta co-marca donde no hay torrentes es¬pumosos y corren las aguas, lentas, tranquilas... Allí verías cómo cre¬ce el trigo en la ancha llanura; la campiña parece un jardín. WALTHER.––Y bien, padre, ¿por qué no vamos cuanto antes a un país tan bello, en lugar de estarnos aquí, siempre ansiosos... siempre atormentados? TELL.––¡Oh!... Aquel país es muy bueno, es bello como el paraí¬so, pero los que lo cultivan no dis¬frutan de lo que sembraron. WALTHER.––¡Cómo!... ¿No son libres como tú, en sus tierras? TELL.––Sus tierras son del rey y del obispo. WALTHER.––Pero podrán cazar con libertad en sus bosques, TELL.––La caza, las aves, son del rey. WALTHER.––Entonces pescarán en el río. TELL.–––Los ríos, el mar, la sal, son del rey. WALTHER:––¿Y quién es el rey que tanto le temen? TELL.––Es un hombre que les protege y les mantiene. WALTHER.––¿Y no pueden pro¬tegerse ellos mismos? TELL.––Allí el vecino no se fía del vecino. WALTHER.––Padre, no me gusta¬ría vivir allí; prefiero seguir bajo los aludes. TELL.––Sí, hijo mío; más vale vi¬vir entre hielos, que junto a los malos. (Prosiguen su camino.) WALTHER.––¡Mira, padre, qué sombrero colgando de una percha! TELL.––¡Y qué nos importa! . Ven; sígueme. (A los pocos pasos. FRIESHARDT se adelanta con su pica.) FRIESHARDT.––En nombre del em¬perador, deteneos y no paséis ade¬lante. TELL.––(Cogiendo la pica.) ¿Qué queréis?... ¿Por qué me detenéis? FRIESHARDT.––Habéis faltado a la orden; seguid. LEUTHOLD.––Pasasteis sin saludar este sombrero. TELL.––¡Dejadme pasar, buen hom¬bre! FRIESHARDT.––¡Vaya!... ¡vaya!... ¡A la cárcel! WALTHER.–––¡Mi padre a la cár¬cel! ¡Socorro! ¡Socorro! (Sale gen¬te.) Aquí... socorrednos... ayudad¬nos. (Los guardias se llevan a TELL. Salen el CURA y el SACRISTÁN y tres hombres más.) EL SACRISTÁN.––¿Qué hay? ROESSELMANN.––¿Por qué pren¬des a este hombre? FRIESHARDT.––Por enemigo del imperio, por traidor. TELL.––(Sacudiéndole con fuer¬za.) ¡Yo traidor! ROESSELMANN.––Te engañas, ami¬go; es Tell, un hombre honrado y un buen ciudadano. WALTHER.––––(Viendo a WALTHER FURST y corriendo hacia él.) ¡Soco¬rro, abuelo, que maltratan a mi pa¬dre! FRIESHARDT: ¡Vaya! ¡a la cárcel! WALTHER FURST.–– (Acudiendo.) Yo respondo de él. Deteneos. En nombre del cielo, ¿qué ha ocurrido, Tell? (Salen MELCHTHAL y STAU¬FFACHER.) FRIESHARDT.––Desprecia la auto¬ridad suprema del gobernador, y no quiere reconocerla. STAUFFACHER.––¡Tell obraría así! MELCHTHAL.––¡Mientes, pillastre! LEUTHOLD—¡No ha saludado el sombrero! WALTHER FURST.––¿Y por esto irá a la cárcel? Amigo mío, acepta mi fianza y suéltalo. FRIESHARDT.––Guarda para ti tu fianza; nosotros obedecemos a la consigna. Vamos; ¡a la cárcel! MELCHTHAL.––¡Irritante violencia! ¡Y sufriremos que impunemente nos lo roben! EL SACRISTÁN.––Somos los más fuertes; compañeros, no suframos tal; debemos ayudarnos mutua-mente. FRIESHARDT.––¿Quién se atreve a resistir a las órdenes del goberna¬dor? TRES ALDEANOS. –– (Acudiendo.) Nosotros os ayudaremos... ¿qué hay? ¡A tierra con ellos! (HILDE-GARDA, MATILDE e ISABEL vuelven a salir.) TELL.––Ya me defenderé solo. Retiraos, buena gente... ¿Creéis que si quisiera emplear la fuerza me im-pondrían temor sus alabardas? MELCHTHAL. –– (A FRIESHARDT.) ¡A ver si te atreves a llevártelo en nuestra presencial WALTHER FURST y STAUFFACHER. ––¡Calma!… ¡calma! ... FRIESHARDT. –– (Gritando.) ¡A mí!... ¡Un motín... una sedición! (Suenan a lo lejos las trompas de ca-za.) LAS MUJERES.––¡El gobernador! FRIESHARDT.–– (Gritando.) ¡A motín... socorro! STAUFFACHER.––Grita hasta que revientes, bribón. ROESSELMAN y MELCHTHAL... ¿Quiéres callar? FRIESHARDT. –– (Sigue gritando.) ¡Socorro! ¡socorro! ¡Favor a la jus¬ticia! WALTHER FURST.––¡El goberna¬dor!... ¡Ay de nosotros!... ¿Qué va a pasar aquí? (GESZLER a ca¬ballo y llevando en la mano el hal¬cón; RODOLFO, BERTA, RUDENZ y numerosa comitiva de criados alre¬dedor de la escena.) RODOLFO.––¡Paso!... ¡paso al go¬bernador! GESZLER.––¡Dispersadlos!... ¿Por qué este corrillo?... ¿Quién pide socorro? ¿Qué pasa? (Silencio ge-neral.) Quiero saberlo. (A FRIES¬HARDT.) Avanza. ¿Quién eres tú, y por qué has preso a este hombre? (Entrega el halcón a su criado.) FRIESHARDT.––Poderoso señor, soy un soldado de tu ejército, y me ha¬llaba de centinela junto a este som¬brero. He preso a este hombre por¬que se ha negado a saludarle; que¬ría llevarlo a la cárcel cumpliendo tus órdenes, y el pueblo quiere qui¬tármelo por la fuerza. GESZLER.––(Después de un mo¬mento de silencio.) ¿Así desprecias al emperador, y a mí que ocupo su lugar, negándote a mostrar el res¬peto debido a este sombrero que mandé colgar aquí para poner a prueba vuestra obediencia? Con esto das a comprender tus malas inten¬ciones. TELL.––Perdonadme, señor; fue distracción, no desprecio, perdonad¬me. Como me llamo Tell; que no sucederá otra vez. GESZLER.––(Despuéz de un mo¬mento de silencio.) Tell, eres maes¬tro en el arco. Dicen que das siem¬pre en el blanco. WALTHER.––Cierto, señor; mi pa¬dre acierta una manzana a cien pasos. GESZLER. ¿Es hijo tuyo, Tell? TELL.––Sí; señor. GESZLER.––¿Tienes muchos hijos? TELL.––Dos, señor. GESZLER. ¿A cuál de ellos amas con más cariño? TELL.––Ambos son mis hijos del alma. GESZLER.––Pues bien, Tell pues¬to que aciertas una manzana a cien pasos, es necesario que dés una prue¬ba de tu puntería. Toma tu ballesta; precisamente la llevas contigo. Pre¬párate a acertar una manzana colo¬cada sobre la cabeza de tu hijo. Pero te aconsejo que apuntes bien y des en el blanco del primer fle-chazo, porque si yerras, pagarás con la vida. (Todos manifiestan su ho¬rror.) TELL.––Señor, ¡qué horrible man¬dato el vuestro! ... ¿Yo debo sobre la cabeza de mi hijo... ? No, no, no, mi bondadoso señor... no es posi¬ble que se os ocurra... ¡Líbreme de ello el Dios de las misericor¬dias! ... Vos no podéis con forma¬lidad exigir de un padre semejante cosa. GESZLER.––Tú dispararás sobre una manzana colocada en la cabeza de tu hijo... lo quiero y lo mando. TELL.––¡Yo apuntar con mi ba¬llesta a mi propio hijo!... antes la muerte. GESZLER:––Dispararás o morirás con él. TELL.––¡Ser el verdugo de mi hi¬jo! ... ¡Señor... vos no tenéis hi¬jos... vos no sabéis lo que pasa en el co-razón de un padre! GESZLER.––Por vida mía, Tell, que te vuelves de súbito muy pru¬dente. Dicen que eres un soñador, que te apartas de los hábitos de los demás, que gustas de lo extraordi¬nario... ahí tienes por qué elegí para ti una acción arriesgada. Otro reflexionaría, pero tú, tú cerrarás los ojos y tomarás osadamente tu partido. BERTA.––No os chancéis, señor, con esta pobre gente. Vedlos páli¬dos y temblorosos en vuestra pre-sencia; no están acostumbrados a tomar a chanza las palabras de su gobernador. GESZLER.––¿Y quién os ha dicho que me chanceo? (Se acerca a un árbol y coge una manzana.) Ahí está la manzana... ¡despejar!... Que mida la distancia según el uso. Le concedo ochenta pasos... ni más ni menos. Se jacta de acertar un hombre a cien pasos... Ahora dis¬para y no yérres el tiro. RODOLFO––Dios mío; la cosa se formaliza... Arrodíllate, hijo, y su¬plica al gobernador que te conceda la vida. WALTHER FURST.––(A MELCH¬THAL que apenas puede contenerse.) ¡Dominaos, os lo ruego... cal-ma!... BERTA.––(Al gobernador.) Basta, señor; es inhumano jugar así con la angustia de un padre. Aunque es-te pobre hombre mereciera mo¬rir por su leve falta, ¿no acaba de sufrir diez muertes? Dejadle volver a su ca-baña; ha aprendido a cono¬ceros, y él y sus hijos se acordarán de este momento mientras vivan. GESZLER.––Vaya... ¡despejad!... ¿Por qué tardas? Merecías morir, puedo matarte y ya ves... en mi cle-mencia pongo tu suerte en tus hábiles manos. No debe lamentarse del rigor de su sentencia el hom¬bre a quien se deja dueño de su propio destino. Te jactas de tener buen ojo; ¡pues bien, cazador!... se trata de que nos muestres tu ha¬bilidad. El blanco es digno de ti, y el premio no carece de importancia. Dar en mitad del blanco eso cual¬quiera lo hace, pero el que es maes¬tro, en todas ocasiones está seguro de su destreza, y no pierde el pulso ni la puntería porque lata su corazón. WALTHER FURST.––(Echándose a sus plantas.) Señor gobernador, re¬conocemos vuestro poder, mas pre¬ferid la clemencia a la justicia; to¬mad la mitad de mis bienes, tomad¬los todos si queréis, pero excusad tan horrible tortura a un padre. WALTHER.––Abuelo, no te arro¬dilles delante de este mal hombre. Decid dónde debo colocarme, que por mi parte nada temo. Mi padre acierta los pájaros en el aire, y no herirá en el corazón a su hijo. STAUFFACHER.––Señor, ¿no os con¬mueve su inocencia? ROESSELMANN.––Pensad que hay un Dios en el cielo, a quien debéis dar cuenta de vuestras acciones. GESZLER.––(Señalando al niño.) Atadle a ese árbol. WALTHER.––¡Atarme! No, no quie¬ro ser atado; tranquilo como un cor¬dero, no me atreveré a respirar si-quiera, pero si me atáis, no lo su¬friré... no quiero que me atéis... si me atáis, resistiré. RODOLFO.––Sólo te vendarán los ojos, hijo mío. WALTHER. ¿Y por qué? ¿Os fi¬guráis que le temo a una flecha lan¬zada por mano de mi padre? Quie¬ro esperarla con firmeza y sin pes¬tañear... Vamos, padre mío, prué¬bales que eres diestro arquero. No quiere creerte, e intenta perdernos. . . A despecho de este hombre cruel, dispara, y acierta. (Se dirige al ár¬bol, y colocan la manzana sobre su cabeza.) MELCHTHAL—(A sus compañe¬ros.) Pues qué... ¿se cometerá este crimen en nuestra presencia? ¿Para qué prestamos juramento? STAUFFACHER.––ES inútil; no te¬nemos armas, y ved en cambio qué bosque de lanzas nos rodea. MELCHTHAL—¡Ah! si hubiésemos ejecutado nuestro designio inmedia¬tamente! ¡Dios perdone a los que aconsejaron que se aplazara! GESZLER—(A TELL.) ¡Manos a la obra! No se llevan armas impu¬nemente, y es peligroso pasearse por ahí con un instrumento de muerte; la flecha va a parar de rechazo con¬tra el que la arroja. Este derecho que con tal orgullo se atribuye el campesino, ofende al señor de esta comarca, porque sólo quien manda debe ir armado. Puesto que os sa¬tisface usar el arco y las flechas... Perfectamente... yo os daré el blanco. TELL.—(Tíende la ballesta y colo¬ca en ella una flecha.) ¡Haceos a un lado!... a un lado! STAUFFACHER.––¡Cómo, Tell!... ¿intentaréis?... No; ¡jamás!... tem¬bláis..., vuestra mano tiembla, se doblan vuestras rodillas! TELL.––(Deja caer su ballesta.) ¡Todo da vueltas en torno! LAS MUJERES—¡Dios mío! TELL.––(Al gobernador.) Excusad¬me este trance. Ahí está mi pecho; ordenad a vuestros soldados que me maten. GESZLER: No quiero tu vida; quiero que dispares la flecha. Todo lo puedes, Tell; nada te asusta; ma-nejas así el remo como la ballesta, y no te impone pavor la tempestad cuando se trata de salvar a un hom¬bre; sálvate ahora a ti mismo, pues¬to que salvas a los demás. (TELL, hondamente agitado y con las ma¬nos temblorosas, ora vuelve los ojos al gobernador, ora los eleva al cie¬lo. De repente saca una segunda flecha de su carcaj. El gobernador observa todos sus movimientos.) WALTHER.––(Bajo el árbol.) Dis¬parad, padre; nada temo. TELL.––Forzoso es. (Recoge sus fuerzas y se apresta a disparar.) RUDENZ.––(Que durante la escena ha intentado dominarse, se adelan¬ta.) Señor gobernador, sin duda no pasaréis más adelante... No; esto fue una prueba, y habéis logrado ya vuestro objeto. Extremar las medi-das de rigor no sería prudente, por¬que el arco demasiado tirante se rompe. GESZLER.––Callad, hasta ser pre¬guntado. RUDENZ.––Quiero hablar, debo ha¬blar; el honor del rey es sagrado para mí... Semejante conducta sólo puede producir el odio, y ésta no es la intención del rey; me atrevo a afirmarlo. Mis conciudadanos no me-recen semejante crueldad, y vues¬tras atribuciones no se extienden has¬ta estos límites. GESZLER.––¡Cómo! Osáis... RUDENZ: Guardé silencio mucho tiempo ha sobre todas las maldades de que fui testigo, y cerré los ojos a cuanto veía, y oculté en mi pecho la indignación de mi alma, pero ca¬llar por más tiempo fuera hacer traición a mi patria y al emperador. BERTA.––(Interponiéndose entre él y el gobernador.) ¡Dios mío!... ¡Así irritáis más y más a este fu¬rioso! RUDENZ.––Abandoné a mis con¬ciudadanos, renuncié a mi familia, rompí todos los lazos de la natu¬raleza para unirme a vos. Creía abrazar el mejor partido para este país, afirmando en él el poder de imperio, pero cae la venda de mi; ojos y me veo con espanto atraído a un abismo. Perturbasteis mi mente inexperta, engañasteis mi ánimo confiado; con la más noble intención perdía a mis compatriotas. GESZLER. ¡Temerario! ... Hablas así a tu soberano. RUDENZ.––Mi soberano, es el emperador, y no Geszler. Libre al par que vos, puedo medirme con vos como caballero, y si no representa¬rais al emperador, a quien venero, en el punto en que le hacéis ultra¬je os arrojaría el guante a la cara, y debierais darme satisfacción se¬gún las leyes de caballería. Sí; lla¬mad a vues-tros soldados... no es¬toy desarmado como el pueblo... tengo una espada y al primero que se acerque... STAUFFACHER.––––(Gritando.) ¡Acer¬tó la manzana! (Mientras todos escuchaban al gobernador y a RU¬DENZ, TELL disparó la flecha.) ROESSELMANN.––¡El niño vive! ALGUNOS.––––(Exclaman.) ¡Acertó la manzana! (WALTHER FURST tiembla, próximo a caer desma-yado. BERTA le sostiene.) GESZLER.––(Sorprendido.) ¿Ha dis¬parado?... ¡Cómo este demonio... BERTA.––El niño vive; volved en vos, buen padre. WALTHER.––(Acudiendo con la manzana.) Padre, toma la manzana; ya sabía yo que no habías de las-timar a tu hijo. (TELL, al disparar la flecha, inclina el cuerpo hacia delante como si quisiera seguirla; después deja caer la ballesta, y cuan¬do ve volver a su hijo, corre a su encuentro extendiendo los brazos, y le oprime con ardor contra su se¬no. Luego desfallece, próximo a per¬der el sentido. Todas le contemplan con emoción.) BERTA.––¡Bondad divina! WALTHER FURST.––¡Hijos míos! ¡hijos míos! STAUFFACHER.––¡Dios sea alaba¬do! LEUTHOLD.––¡Acción memorable que ha de pasar a la historia! RODOLFO.––Mientras estas monta¬ñas permanezcan inmóviles sobre su base, se hablará del arquero Tell. (Presenta la manzana al gobernador.) GESZLER.––¡Por el cielo! La atra¬vesó de parte a parte. Es maravilla; forzoso es hacerle justicia. ROSSELMANN.––El flechazo ha si¬do bueno, pero ¡ay de aquel que ha forzado este hombre a tentar a la Providencia! STAUFFACHER.––Volved en vos, Tell, levantaos; os habéis portado bravamente, y podéis volver a casa en libertad. –– ROESSELMANN.––ld, y devolved al hijo a su madre. (Intentan llevárselo.) GESZLER.––¡Oye, Tell! TELL––(Vuelve.) ¿Qué me man¬dáis, señor? GESZLER. Has guardado una se¬gunda flecha contigo... Sí; sí; lo he visto perfectamente... ¿Cuál era tu intención? TELL.––(Confuso.) Señor; es cos¬tumbre entre los cazadores. GESZLER—No, Tell, no acepto tu respuesta; otra era tu intención. Di¬me la verdad con toda franqueza, libremente. Sea lo que fuere, te pro¬meto que tienes asegurada la vida. ¿Qué pensabas hacer de tu segun¬da flecha? , TELL.––Pues bien, señor; puesto que me prometéis la vida, os diré la verdad. (Saca la flecha y la mues¬tra al gobernador con terrible ade¬mán.) Si hubiese tocado a mi hijo del alma, con esta segúnda flecha disparaba contra vos, y juro al cielo que esta vez... no hubiera errado el golpe. GESZLER.––Bien, Tell, te he pro¬metido la vida bajo palabra de ca¬ballero, y lo cumpliré; mas cono¬ciendo tus malas intenciones, voy a llevarte donde no veas jamás al sol ni la luna. Así me hallaré al abrigo de tus flechas. Cogedle y atadle. (Atan a TELL.) STAUFFACHER. –– ¡Cómo, señor! ¿Podéis tratar así a un hombre a quien Dios protege visiblemente? GESZLER.––Veremos si Dios le li¬bertará por segunda vez... Llevadle a mi barca; soy con él al instante y yo mismo le conduciré a Kussnacht. ROESSELMANN.––No os atreveréis a ello; el mismo emperador no se atrevería, porque esto es contrario a nuestros fueros. GESZLER. ¿Dónde están? ¿Los ha confirmado el emperador? No; no los ha confirmado, y sólo con vuestra obediencia obtendréis esta gracia. Rebeldes a sus mandatos, ali¬mentáis audaces proyectos de resis¬tencia... Os conozco; leo en vues¬tros corazones. Prendo sólo a este hombre entre vosotros, pero todos habéis tomado parte en su delito. Aprenda el discreto a callar y a obe¬decer. (Se va; BERTA, RUDENZ, RO¬DOLFO y los soldados le siguen. FRIE¬SHARDT y LEUTHOLD Se quedan.) WALTHER FURST.—(Con vivísima pena.) Se va; ha resuelto perder¬me a mí, y a toda mi familia. STAUFFACHER.––(A TELL.) ¡Oh!... ¿Por qué habéis excitado la rabia de este energúmeno? TELL.––¿Pero habrá quien sea dueño de sí en trance tan cruel? STAUFFACHER.––¡Esto es hecho!... ¡Esto es hecho! Con vos quedamos encadenados todos, todos es-clavos. (Los aldeanos rodean a TELL.) ¡Con vos se aleja nuestro último consuelo. LEUTHOLD.––(Acercándose.) Tell, os compadezco, pero debo obedecer. TELL.––Adiós. WALTHER.––(Con dolor, y cogién¬dose a su padre) ¡Padre mío! ¡pa¬dre mío! ¡Padre del alma! TELL.––(Elevando las manos al cielo.) Allí está tu Padre; invócalo. STAUFFACHER.––Tell, ¿nada me encargáis para vuestra mujer? TELL.––(Abrazando a su hijo con ternura.) Veo a mi hijo sano y salvo. ¡Dios vendrá en mi ayuda! (Se va.) ACTO IV ESCENA PRIMERA La costa oriental del lago de los Cuatro-Cantones. Rocas escarpadas y de forma rara, limitan el horizonte al oeste. El lago, borrascoso. Truenos y relámpagos. KUNZ DE GERSAU. Un PESCADOR y SU HIJO. KUNZ.––No queréis creerme, pero yo lo he visto con mis propios ojos; todo ha ocurrido como os decía. PESCADOR.––¡Preso Tell y llevado a Kussnacht! ¡El hombre más hon¬rado de la comarca, el más valiente el día en que fuese necesario com¬batir por la libertad! KUNZ.––El mismo gobernador le acompaña por el lago. Iban a em¬barcarse cuando salí de Fluelen, pero tal vez les ha detenido la bo¬rrasca, que ya se acercaba, y que me ha obligado a detenerme aquí. PESCADOR.––¡Preso Tell!... ¡Tell en poder del gobernador!... ¡Oh!... ya podéis suponer que van a sepul-tarle en el más hondo calabozo para que no vea más la luz del día, por¬que Geszler temerá la justa vengan¬za del hombre libre que maltrató con tal crueldad. KUNZ.––Dicen que está murién¬dose nuestro antiguo landammann, el noble señor de Attinghausen. PESCADOR.––De modo que va a romperse nuestra última áncora de salvación... Era el único hombre que osaba todavía levantar la voz en defensa de los derechos del pue¬blo. KUNZ.––La tempestad crece... Con Dios...; me voy al lugar en busca de posada, pues hoy no hay que pensar en salir. (Se va.) PESCADOR.––¡Tell preso, y el ba¬rón muerto! Alza tu frente con des¬caro, ¡oh tiranía!; cese todo escrú-pulo. La boca de la verdad ha en¬mudecido, la mirada penetrante se extinguió, el brazo que debía liber¬tarnos está encadenado. EL HIJO DEL PESCADOR.––Graniza que es un primor, padre... Vamos a casa... no es tiempo éste para estar al aire libre. PESCADOR.––Rujan los vientos, y relumbren los rayos, y revienten las nubes e inunden la tierra las ca-taratas del cielo. ¡Así perezcan en ger¬men las generaciones por venir, y los elementos desencadenados se agi¬ten con furor, y vengan de nuevo las fieras a apoderarse de la tierra asolada! ¿Quién querrá vivir aquí sin libertad? EL HIJO DEL PESCADOR.––¡Oíd!... ¡Qué rumor en los abismos! ¡Cómo muge el viento! Nunca sopló sobre las olas del lago tan furiosa borrasca. PESCADOR.––¡Derribar una manza¬na sobre la cabeza de un hijo! ¡Ja¬más se impuso tal a un padre! ¿No ha de sublevarse con furor la natu¬raleza entera con, semejante acción? ¡Ah! No me sorprendería ver des-plomarse estas rocas, confundirse estas agujas y muros de hielo, inmó¬viles desde la creación, partidas las montañas, hundidas las cavernas, un segundo diluvio inundando la tie¬rra. (Suenan campanas a lo lejos.) EL HIJO DEL PESCADOR. ¿Oís so¬nar las campanas?... Habrán di¬visado una barca en peligro, y to¬can a oración. (Se encarama a una altura.) PESCADOR––~¡Ay de la barca que navega en este momento, mecida por el terrible oleaje! No han de va-lerle ni timón ni piloto. La tem¬pestad reina como soberana, y el viento y las olas se mofan de los, esfuerzos del hombre. Ni refugio ha de hallar, que no lo ofrecen estas escarpadas rocas... sólo le presen¬tan su rudo pecho. EL HIJO DEL PESCADOR.––(Miran¬do hacia la izquierda.) Padre, es una barca que viene de Fluelen. PESCADOR.––¡Dios socorra a la pobre gente! Cuando la tempestad ha penetrado en esta sima, se re-vuel¬ve colérica como bestia feroz con¬tra los hierros de su cárcel; muge y busca en vano salida... porque los altos peñascos tocando al cielo la aprisionan y le cierran el paso. (Se encarama a la altura.) EL HIJO DEL PESCADOR.––Padre, es la barca del gobernador de Uri; la reconozco por su cubierta roja y por su bandera. PESCADOR.––¡Justicia de Dios!... Sí; es él, el gobernador. Viene ha¬cia aquí; su crimen va consigo. Pronto le alcanzó la mano del Ven¬gador omnipotente; ya ve ahora que hay un poder superior al suyo; estas olas no ceden a su voz... no se in¬clinan estas rocas delante de su som¬brero. No ruegues por él, hijo mío; no detengas la mano del Juez... EL HIJO DEL PESCADOR.––¡Yo no ruego por el gobernador, sino por Tell, que va con él, en la barca! PESCADOR.––¡Oh! ciego furor de la borrasca! ... ¿Para alcanzar al cul¬pable, has de hundir por ventura la barca y el piloto? EL HIJO DEL PESCADOR.––¿Ves?... ¿ves han pasado felizmente el Bug¬gisgrat, pero la violencia de la tor-menta rechazada por el Tenfelmuns¬ter, los arroja hacia el gran peñasco de Axenberg; ya no los veo. PESCADOR.––Allí está el Hackme¬sser, donde se ha estrellado más de una nave; así se estrellarán ellos contra el escollo que sale del fondo del lago, si no la gobiernan con tino... Llevan buen timonero a bordo, y si alguien debe salvarlos ha de ser Tell, pero está atado. (TELL, con la ballesta en la mano, llega precipita-damente, mira en tor¬no suyo con sorpresa, y parece muy agitado. Llegado en medio de la es¬cena, se arro-dilla, toca el suelo con ambas manos, y después las eleva al cielo.) EL HIJO DEL PESCADOR.––(Repara en él.) Mira, padre, ¿quién es aquel hombre arrodillado? PESCADOR.––Coge el suelo con las manos y parece fuera de sí. EL HIJO DEL PESCADOR.––(Se ade¬lanta.) ¡Qué veo, padre mío!... Ven, mira. PESCADOR.––(Se acerca.) ¿Quién es? ¡Dios mío! ... ¡Tell! ... ¿Cómo os halláis aquí? ... Hablad. EL HIJO DEL PESCADOR. ¿No ibais en la barca preso, atado ? PESCADOR. ¿No debían conduci¬ros a Kussnacht? TELL.––(Levantándose.) ¡Soy li¬bre! EL PESCADOR Y SU Hijo.––¡Li¬bre!... ¡Milagro de Dios! EL HIJO DEL PESCADOR. ¿De dón¬de venís? TELL.––De la barca. PESCADOR.––¡Cómo! EL HIJO DEL PESCADOR.––¿Dónde está el gobernador? TELL ––A merced de las olas. PESCADOR. ¿Es posible? Pero vos ¿cómo os halláis aquí? ¿cómo os habéis libertado de vuestras liga-duras y de la tempestad? TELL.—Con el clemente auxilio de Dios; oíd. EL PESCADOR Y SU HIJO.––¡Ah! hablad, hablad. TELL.––¿Sabéis lo ocurrido en Altdorf? PESCADOR.––Lo sé todo; hablad. TELL.––Sabéis que el gobernador me hizo prender y atar para conducirme a la fortaleza de Kuss¬nacht. PESCADOR.––Y que se embarcó con vos en Fluelen; ya lo sabemos; con¬tadnos cómo habéis escapado. TELL.––Iba en la barca atado fuertemente con cuerdas, indefenso y resignado. Ya no esperaba ver más la riente luz del día, ni el ama¬do rostro de mi mujer y de mis hijos, y extendía la mirada con des¬esperación sobre la desierta super¬ficie de las aguas. PESCADOR.––¡Oh, infeliz! TELL.––Así bogabamos, el gober¬nador, Rodolfo de Harrás, los cria¬dos y yo. Mi carcaj y mi ballesta iban a la popa de la barca cerca del timón. Apenas llegados junto a la roca de Axenberg, de repente, por especial favor del cielo, horrible tempestad se precipita por el desfi¬ladero de San-Gotardo... flaquean los remeros... todos se imaginan que vamos a naufragar. Entonces, oigo que uno de los criados se dirige al gobernador y le dice: ––Ya veis. señor, que vuestro peligro es el nuestro, estamos a las puertas de la muerte y los remeros espantados no saben conducir la barca; pero aquí está Tell, que es hombre vigoroso y sabe cómo se maneja el timón, ¿qué os parece?... Si en el riesgo que corremos, echáramos mano de él... ––Y me dice el goberna-dor––. Tell, si crees poder salvarnos, man¬daré que te desaten. ––Sí, señor ––respondo yo––, con ayuda de Dios, espero poder arrancaron de aqu햖. Y me desatan; empuño el timón y empiezo a maniobrar con arrojo. Pe¬ro yo miraba de reojo mi ballesta, y buscaba atentamente en la costa un paraje, a donde saltar. Veo de pronto una roca plana, que se inter¬na en el lago. PESCADOR.––La conozco; se halla al pie del gran Axen, pero no creía que fuese posible alcanzarla de un salto, porque es muy escarpada. TELL.––Grito a los remeros que maniobren con vigor hasta llegar a aquella roca, porque una vez all햖les digo–– habremos escapado del riesgo mayor. Llegados a fuerza de remos cerca de la roca, me enco¬miendo a Dios, atraco la barca con todos mis puños, cojo rápidamente la ballesta, salto a tierra, y con vi¬goroso esfuerzo empujo la barca hacia fuera donde ya puede seguir flotando hasta el día del juicio. A mí, ahí me tenéis libre de la fuerza de la tormenta, y de la maldad de los hombres. PESCADOR.––Tell, Tell; el Señor obró visiblemente un milagro para salvaros; y apenas puedo creerlo. Pero decidme; ¿a dónde pensáis ir ahora? ¡Dónde hallar seguridad, si el gobernador escapa con bien! TELL.––Mientras estaba atado, le oí decir que pensaba desembarcar en Brunnen, y de allí, llevarme a su fortaleza pasando por Schwyz. PESCADOR.––¿Quería ir por tierra? TELL.––Este era su propósito. PESCADOR.––¡Oh! entonces, escon¬deos sin tardar... Dios no os liber¬tará dos veces de sus manos. TELL.––Indicadme el camino más corto para ir a Arth y a Kussnacht. PESCADOR.––El camino principal pasa por Steinen, pero mi hijo, to¬mando otro más corto y poco cono-cido, podrá llevaros por Lowerz. TELL.––(Dándole la mano.) El cie¬lo os recompense vuestra bondad... Con Dios... (Hace que se va, vuel-ve.) ¿No prestasteis también jura¬mento en Rutli?..; –– Me parece ha¬ber oído pronunciar nuestro nombre. PESCADOR.––Sí; allí estaba y pres¬té el juramento de alianza. TELL.––Pues bien; hacedme el favor de ir a Burglen. Mi mujer es¬tará ansiosa; decidle que estoy en liber-tad y fuera de peligro. PESCADOR. ¿Dónde diré que os habéis retirado? TELL.––En casa hallaréis a mi suegro y a otros conjurados de Rudi. Decidles que se animen, que Tell está en libertad, y puede hacer uso de su brazo... que pronto sabrán algo de mí. PESCADOR. ¿Qué pensáis hacer? Decidlo francamente. TELL.––Cuando estará hecho, dará que hablar. (Se va.) PESCADOR.––Enséñale el camino, Juan; Dios le acompañe, y que aca¬be felizmente lo que ha emprendido. (Se va.) ESCENA II Una sala en el castillo de Attinghausen. El BARÓN, agonizando en un sillón. WALTHER FURST, STAUFFACHER, MELCH¬THAL y BAUMGARTEN, rodéanle solícitos. WALTHER TELL, arrodillado a sus pies. WALTHER FURST.––Nada cabe es¬perar; ha muerto. STAUFFACHER.––No ha muerto to¬davía... Mirad; aún la respiración acaricia su bigote... si parece que duerme tranquilamente... ¡qué son¬riente y tranquila su faz! (BAUM¬GARTEN se dirige a la puerta, y habla con alguien desde dentro.) WALTHER FURST.––¿Quién hay? BAUMGARTEN.––Vuestra hija Hed¬wigia que desea hablaros y ver a su hijo. (WATHER TELL se le-vanta.) WALTHER FURST. ¿Y acaso pue¬do consolarla?... ¿Dispongo yo mismo de consuelo alguno?... To¬das las penas se agolpan sobre mi cabeza. HEDWIGIA.––(Entrando.) ¿Dónde está mi hijo? Dejadme; quiero ver¬le... STAUFFACHER.––Serenaos... pen¬sad que os halláis en la casa de un moribundo. HEDWIGIA.–– (Corriendo precipita¬damente hacia su hijo.) ¡Walther mío! ... ¡Oh. . . vives para mí! WALTHER TELL.––(En brazos de su madre.) ¡Pobre madre mía! HEDWIGIA.––¿Es cierto?... ¿No estás herido? (Mirándole con ansie¬dad.) ¿Es posible? ¿Y pudo dispa¬rar contra ti? ¡Ah... no tiene co¬razón... lanzar una flecha a la ca¬beza de su hijo! WALTHER FURST.––Lo hizo, víc¬tima de la mayor ansiedad... con el alma partida de dolor... y a la fuerza; iba en ello su vida. HEDWIGIA.––¡Ah! si tuviera cora¬zón verdaderamente paternal, hubie¬ra muerto mil veces antes de resol-verse a hacerlo. STAUFFACHER.––Debierais dar gra¬cias a Dios que guió con tal acierto su brazo. HEDWIGIA. ¿Pero es posible que olvide lo que podía ocurrir? ¡Dios del cielo!... Si cien años viviera, cien años seguidos vería a este niño atado, a su padre disparando contra él, y la flecha atravesándome el co-razón. MELCHITHAL.––¡Si supierais cuán¬to le ha irritado el gobernador! HEDWIGIA.––¡Oh, qué corazón tan empedernido el de los hombres!... Todo lo olvidan en cuanto se hiere su orgullo. En su ciego furor, jue¬gan con la cabeza de un niño y el corazón de una madre. BAUMGARTEN.––Harto desgraciado es vuestro marido para que amar¬guéis su suerte con vuestros re-pro¬ches. ¿No os duelen sus penas? HEDWIGIA.––(Volviéndose hacia él y mirándole fijamente.) Y tú ¿sólo tienes lágrimas para la desgracia de tu amigo? ¿Dónde estabais cuando cargaron de cadenas al hombre más bueno del mundo? ¿En qué le auxi¬liasteis? Habéis presenciado tan ho¬rrible tiranía con los brazos cru¬zados, llevando en paciencia que os arrebataran al amigo en vuestras barbas. ¿Así se portó Tell con vos? ¿Se limitó a compadeceros, cuan¬do teníais detrás a los guardias del gobernador, y delante el lago enfure¬cido? ¿Manifestó su compasión con vanas lágrimas? No; saltó a la bar¬ca, y olvidó para salvarte a su mu¬jer y a sus hijos. WALTHER FURST. ¿Pero qué po¬díamos hacer por libertarle, siendo tan pocos y desarmados? HEDWIGIA.––(Arrojándose a los brazos de su padre.) ¡Oh, padre mío! También tú le perdiste, y el país y todos le perdimos! ¡A todos nos falta, y nosotros le faltamos a él... ! ¡Dios preserve su alma de la desespe-ración! ¡Ni un solo amigo descenderá a consolarle a las pro¬fundidades de su calabozo!... Sí, enfermará... ¡ay de mí... enfer¬mará sin duda, en aquella oscuridad, en aquella humedad... La rosa de los Alpes palidece y se marchita en un valle pantanoso... Y él, él sólo puede vivir a la luz del sol y al aire libre. ¿Preso él?... Él, que sólo vivía de libertad... No podrá, no podrá subsistir en la fétida atmós¬fera de un subterráneo. STAUFFACHER.––Serenaos; todos nos esforzaremos en arrancarle de su prisión; HEDWIGIA.––¿Y qué podéis hacer sin él? Mientras Tell era libre, ha¬bía esperanza; la inocencia tenía uI. amigo y el oprimido un defeásor. Él os hubiera libertado a todos, y todos reunidos no podréis libertar¬le a él. (El barón despierta.) BAUMGARTEN.––¡Se muere, silen¬cio! ATTINGHAUSEN.––(Incorporándo¬se.) ¿Dónde está? STAUFFACHER.––¿Quién? ATTINGHAUSEN.––Me falta, me abandona en el postrer instante. STAUFFACHER.––Piensa en su so¬brino. ¿Han ido por él? WALTHER FURST.––Han ido. Con¬solaos; oyó la voz de su corazón y es de los nuestros. ATTINGHAUSEN.––¿Habló por su patria? STAUFFACHER.––Con heroico va¬lor. ATTINGHAUSEN.––¿Por qué no viene a recibir mi última bendi¬ción?... Siento que mi fin se acerca. STAUFFACHER.––No, noble se¬ñor; este breve sueño ha repara¬do vuestras fuerzas... brillan vues¬tros ojos... ATTINGHAUSEN.––Vivir es pade¬cer. Se acabaron ya los padecimien¬tos, y con ellos la esperanza. (Re-para en el niño.) ¿Quién es este niño? WALTHER.––Bendecidle, mi señor; es mi nieto, huérfano para siem¬pre. (HEDWIGIA cae de hinojos, con el niño a los pies del moribundo.) ATTINGHAUSEN.––Y yo os dejo huérfanos a todos... a todos. ¡Des¬dichado de mí! Mis postreras mira¬das han visto la ruina de la patria. ¡Por qué llegar a edad tan avan¬zada para ver morir conmigo todas mis esperanzas! STAUFFACHER. –– (A WALTHER FURST.) ¿Y morirá sumido en tan profundo dolor? ¿No haremos que brille en su postrer momento un rayo de esperanza? Noble barón, reanimaos, que no estamos abando¬nados del todo, ni perdidos sin re¬curso. ATTINGHAUSEN. ¿Quién os sal¬vará? WALTHER FURST Nosotros mis¬mos; oíd. Los tres cantones se han aliado y prestado juramento, com-prometiéndose a expulsar a sus opre¬sores. Antes de año nuevo habre¬mos realizado nuestros designios, y descansarán vuestros despojos en tie¬ra libre. ATTINGHAUSEN.––¡Oh!… decíd¬melo... ¿habéis jurado aliaros? MELCHTHAL.––En un mismo día, los tres cantones se levantarán en armas. Todo está preparado, y has¬ta ahora se guardó perfectamente el secreto, con ser a centenares los que están en él. El mismo suelo que pisan nuestros opresores está mi¬nado... contados sus días... bien pronto no va a quedar ni rastro de ellos. ATTINGHAUSEN.––Pero ¿y las for¬talezas de las comarca? MELCHTHAL.––Caerán todas en un mismo día. ATTINGHAUSEN. ¿Tomaron parte en esta alianza los nobles? STAUFFACHER.––Contamos con su socorro en caso necesario, pero has¬ta ahora sólo los villanos han pres¬tado juramento. ATTINGHAUSEN.(Se levanta con dificultad y con viva sorpresa.) ¡Có¬mo! ¿Los villanos han osado to-mar tal resolución, por su propia cuen¬ta, sin el apoyo de los nobles? ¿Tan¬to fían en sus propias fuerzas?... Entonces ya no se tiene necesidad de nosotros, y podemos sin pena descender a la tumba. Nuestro tiem¬po ha pasado. La dignidad de los hombres será sostenida por otro po¬der. (Pone sus manos en la cabeza del niño, de hinojos a sus plantas.) De aquel instante en que se puso la manzana sobre la cabeza de este niño, data una nueva y mejor libertad. Fue derribado el orden an¬tiguo; cambian los tiempos; una nueva era florece entre las ruinas. STAUFFACHER.––(A WALTHER FURST.) Observad cómo se anima su mirada; no brilla en ella el rayo de una naturaleza espirante, sino el de una nueva vida. ATTINGHAUSEN.––La nobleza des¬ciende de sus antiguos castillos para acudir a los pueblos a prestar su juramento de ciudadanía. Fueron los primeros .Uechtland y Thurgo¬via; la noble ciudad de Berna alza su frente soberana; Friburgo ofrece seguro asilo a los hombres libres; Zurich arma sus cofradías y hace de ellas un ejército, y el poder de los reyes se estrella al pie de estos eternos muros. (Pronuncia las Pa¬labras siguientes con tono profético y exaltado.) Veo a los príncipes y a la nobleza, revestidos de su no¬ble arma-dura, avanzando hacia aquí para combatir a un pobre pueblo de pastores. Se libran tremendas ba¬tallas, y más de un desfiladero ad¬quiere celebridad con sangrientas victorias. El aldeano se arroja al en¬cuentro de un haz de lanzas con el pecho desnudo, ofreciéndose como víctima voluntaria; abre paso, cae la flor de la nobleza, y la libertad enarbola su estandarte. (Toma la ma¬no de WALTHER FURST y de STAU¬FFACHER.) Permaneced unidos es¬trechamente y para siempre. Que ninguna comarca se mantenga in¬diferente a la liber-tad de otra co¬marca; velad desde la cima de estos montes, para que lo confederados acudan presurosos a defender a los confederados. Permaneced unidos..., unidos..., unidos... (Cae desplo¬mado en el sillón, pero continúa te¬niendo entre sus manos heladas las de WALTHER FURST y STAUFFACHER, quienes le miran largo tiempo en si¬lencio. Después se retiran, y se en¬tregan a su dolor. En esto salen los criados del barón, y se acercan a él con vivas muestras de pesar; unos se arrodillan junto a él, otros de¬rraman lágrimas sobre sus manos. Durante esta escena muda, suena la campana del castillo.) RUDENZ.––(Entrando con precipi¬tación.) ¿Vive todavía?... ¡Oh! de¬cid... ¿podrá oírme? WALTHER FURST.––(Le muestra a ATTINGHAUSEN, volviendo el rostro.) Sois desde ahora nuestro señor y nuestro protector; este castillo ha pasado a otro dueño. RUDENZ.––(Contempla el cadáver de su tío, sobrecogido por violento dolor.), ¡Oh, Dios!... Mi arrepen-timiento ha sido tardío. ¿Por qué no vivió algunos instantes más, para enterarse de mi mudanza? Despre¬cié sus nobles consejos cuando vivía, y ahora ya no existe; nos ha aban¬donado para siempre, y me deja una deuda sagrada que cumplir. ¡Oh!... decidme, ¿murió enojado contra mí? STAUFFACHER.––Poco antes de mo¬rir ha sabido lo que habíais hecho, y ha bendecido el valor con que hablasteis. RUDENZ––(De rodillas delante del cadáver.) Sí; sagrados despojos de. quien tan vivamente amé, cuer-po inanimado, juro por estas manos que heló la muerte, que sacudí para siempre el yugo extranjero, y vuel¬vo a los brazos de mis compatriotas. Soy y quiero ser con toda el alma un verdadero suizo. (Levantán¬dose.) Llorad por vuestro amigo, por vuestro padre, mas no desespe¬réis. No heredo tan sólo sus rique¬zas; su alma desciende a la mía, y el joven cumplirá las promesas del anciano. Dadme vuestra mano, ve¬nerable padre, y vos, Melchthal, vos también. ¡Oh! no vaciléis, no vol¬váis el rostro, recibid mi confesión y mis juramentos. WALTHER FURST.––Dadle vuestra mano; vuelve a nosotros, y merece que confíenos en él. MELCHTHAL.––Habéis tratado con desdén al villano. Hablad; ¿qué podemos esperar de vos? RUDENZ.––¡Ah! olvidad el yerro de mi juventud. STAUFFACHER.––(A MELCHTHAL.) Permaneced unidos; tal fue: la úl¬tima palabra de nuestro padre. Re-cordadla. MELCHTHAL.––Ahí está mi mano. La promesa de un villano, noble caballero, es también palabra de ho-nor. ¿Qué sería sin nosotros el ca¬ballero? Nuestra profesión es más antigua que la vuestra. RUDENZ.––La honro, y mi espa¬da la protegerá. MELCHTHAL. –– Señor barón, el brazo que subyuga y fecunda un sue¬lo ingrato, puede también defen-dernos. RUDENZ.––Vosotros me defende¬réis y yo a vosotros, y sosteniendo¬nos mutuamente seremos fuertes. Mas ¿por qué entretenernos en ha¬blar, cuando gime todavía la patria, víctima de extranjero yugo? Cuan¬do la habremos libertado, entonces firmaremos en paz nuestro contrato. (Pausa.) ¿Calláis? ¿Nada tenéis que decirme? ¡Cómo! ¿No merecí toda¬vía vuestra confianza? Pues bien; será necesario que entre a formar parte de vuestra conjuración a des¬pecho vuestro. Sé que os habéis re¬unido en Rutli, y allí habéis presta¬do jura-mento; sé cuánto habéis he¬cho, y aunque no me confiasteis na¬da de esto, lo guardo como sagrado depósito. Creed que no he sido nun ca el enemigo de mi país, ni obre nunca contra vosotros. Pero hicis teis mal en diferir vuestro plan; e tiempo urge, y es fuerza obrar pron tamente. Tell ha sido ya víctima de vuestra demora. STAUFFACHER. –– Hemos jurado aguardar hasta Navidad. RUDENZ.––No estaba yo allí; por tanto no he jurado. Vosotros aguardad; yo obraré. MELCHTHAL. –– ¡Cómo!... ¿querríais?... RUDENZ.––.Soy uno de los jefe del país y mi primer deber consiste en protegeros. WALTHER FURST.––Devolver a la tierra estos despojos, es nuestro primer deber, nuestro más sagrado deber. RUDENZ––Cuando habremos liber¬tado al país, depondremos sobre el féretro la corona de la victoria. ¡Oh! amigos míos; no defiendo vuestra propia causa, sino la mía. Sabed que, Berta ha desaparecido, ha sido secretamente robada con infame osa¬día. STAUFFACHER. ¿Tamaña violen¬cia osó cometer el tirano, con una persona libre y noble? RUDENZ.––Os he prometido, ami¬gos míos, mi apoyo, y debo pediros el vuestro. Han cogido, me han ro-bado a mi amada. ¡Quién sabe dón¬de la oculta el infame! ¡Quién sabe de qué maldad se valió para pren¬derla en sus lazos odiosos! ... ¡No me abandonéis... ayudadme a sal¬varla! ... Os ama, y sus sacrificios por la patria la hacen merecedora a que todos os arméis en su de¬fensa. WALTHER FURST—¿Qué pensáis hacer? RUDENZ.––¿Lo sé por ventura? ¡Ay de mí! Ignorante de mi suerte, víctima de las horribles ansias de la duda, no puedo determinar mis pro¬pósitos. Una sola cosa me parece clara; que yo no podré dar con ella, sino entre las ruinas de la tiranía, y que debemos apoderarnos de todas las fortalezas para penetrar en su calabozo. MELCHTHAL.––Venid; guiadnos y os seguiremos. ¿Por qué aplazar pa¬ra mañana lo que se puede hacer hoy? Tell era libre cuando presta¬mos nuestro juramento en Rutli y no se habían cometido estas mons¬truosas violencias. Las circunstan¬cias nos imponen nuevos deberes. ¿Quién será tan cobarde, que pien¬se todavía.en aplazamientos? RUDENZ.—(A STAUFFACHER y a WALTHER FURST.) Armaos, y apres¬taos. Augardad la señal de las foga¬tas, que anunciarán nuestras victo¬rias con más rapidez que la vela de un batel. En cuanto veáis brillar la alegre llama, caed sobre el enemi¬go como el rayo, y derribad el edi¬ficio de la tiranía. (Se van.) ESCENA III Hondonada cerca de Kussnacht, a la cual sé desciende por entre peñascos y de modo que antes de que los transeúntes lleguen a la escena, se les ve en la altura. Rocas en todos lados; una de ellas, saliente y cubierta de arbustos. TELL.––(Se adelanta armado de su ballesta.) Le es imprescindible pasar por esta hondonada, pues no hay otro camino para ir a Kussnacht: Aquí ejecutaré mi designio. La oca¬sión es favorable; escondido detrás de estos árboles, puedo alcanzarle con mi flecha. Lo estrecho del ca¬mino no permite a los que le acom¬pañen caminar a su lado. Arregla tus cuentas con Dios, gobernador, que ya todo acabó para ti... sonó tu hora. Vivía tranquilo, inocente, sin que nunca dirigiera mis tiros más que a los animales del bosque, ni hu¬biese manchado mi conciencia con la idea del asesinato, cuando tú, tú viniste a perturbar mi paz, tú has empon-zoñado mis pensamientos, an¬tes piadosos, tú me habituaste al crimen. Quien puede disparar a la cabeza del hijo de su alma, puede también herir en el corazón a su enemigo. Fuerza es que les defienda de tu cólera, gobernador, a mis pobres, inocentes hijos, a mi fiel esposa. Cuando mi mano trémula tendió la cuerda del arco, y tú me forzaste con astucia infernal a apuntar con¬tra mi hijo; cuando suplicante y exánime, me viste a tus pies, ¡ah! entonces hice en el fondo de mi corazón un juramento horrible, que oyó tan sólo el cielo; juré que tu pecho sería el blanco de mi primer tiro. Lo que prometí en aquel ins¬tante de infernal angustia, es una deuda sagrada y quiero pagarla. Eres mi soberano, y el represen¬tante del emperador, pero él no se hubiera permitido lo que tú osaste. Te envió acá para ejercer la jus¬ticia, justicia severa porque estaba irritado contra nosotros, mas no para conver-tir en cruel pasatiempo el asesinato y el crimen. Hay un Dios para vengar y castigar. Ven a mis manos, tú que ftíiste el instrumento de amarguísimo dolor, y eres ahora mi bien, mi más precioso tesoro; voy a darte por blanco un corazón que fue hasta ahora insensible a las más tiernas súplicas, mas a ti no te re¬sistirá. Y tú, arco fiel, que tantas veces me has servido en mis gratos pasatiempos, no me abandones en tan terribles circunstancias; áé fuer¬te, por esta vez tan sólo, tú que fan¬zas la flecha veloz, que si flojo ca¬yeras de impro-viso de mis manos, no podría dispararle otra. (Cruzan la escena algunos viajeros.) Voy a sentarme en este banco de piedra que, a falta de habitación alguna, ofrece al viajero un momen¬to de descanso en estos lugares. Aquí se suceden los que pasan, con mu¬tua indiferencia, sin informarse de sus penas. Aquí vienen el inquieto mercader y el ágil peregrino, el monje piadoso y el sombrío bando¬lero, el alegre tañedor, y el buhone¬ro con su caballo cargado, que vuel¬ve de lejanos países, porque cada una de estas sendas conduce al úl¬timo confín del mundo. Toma cada cual el camino que conviene a sus negocios; el mío, conduce al homi¬cidio. (Se sienta.) Otras veces, hijos de mi alma, todo era júbilo en el hogar cuando volvía vuestro padre. Siempre os traía algo; una flor de los Alpes... un ave rara... una concha encon¬trada en sus correrías. Hoy, hoy... acecha otra presa, sentado en este lugar silvestre y con la idea del homicidio en el alma; la vida de su enemigo que in-tenta sorprender. Y aún así, hijos de mi alma, sólo en vosotros pienso... Porque sólo para protegeros, para defenderos de la rabia del tirano, tiende su arco y se prepara a dar la muerte. (Se levanta.) ¡Noble presa, la que aguar¬do! ¡Cuántas veces el cazador pier¬de sin pena días enteros, en el ri¬gor del invierno, saltando de roca en roca, trepando por el hielo que tiñe con su propia sangre, por ma¬tar un pobre pajarillo! Mi caza tiene otro y más importante va¬lor... consiste en el corazón de un enemigo mortal que quisiera per¬derme. (Suena a lo lejos alegre mú¬sica, que va aproximándose.) Pasé mi vida en el manejo del arco..., en ejercitarme según las reglas del cazador, y, muchas veces gané el premio en el tiro. Hoy quiero dis¬parar mi mejor flechazo, y ganar el premio mejor que puedan ofrecer¬me cien leguas a la redonda. (Parece en la altura un cortejo de bodas. TELL lo contempla apoyado en su ballesta.) STUSSI EL GUARDA.––(Se le acer¬ca.) ¡El colono del convento de Marlischachen que se casa hoy! ... ¡Hombre rico si los hay... tiene diez ganados! La novia es de Ime¬sea... esta noche habrá gran fiesta en Kussnacht... Veníos conmigo... invita a todos los buenos. TELL.––El que está triste no acu¬de a una boda. STUSSL.––Si algo os aflige olvi¬dadlo alegremente. Dejad que rue¬de la bola; en estos pícaros tiem¬pos hay que aprovechar los buenos ratos. Aquí una boda, allá un en¬tierro... TELL.––Y a veces se pasa de lo uno a lo otro. STUSSI.––Así va el mundo en el día; en todos lados desastres. Se ha hundido un trozo del monte Ruiff en el cantón de Glaris, sepultando buena parte de la comarca. TELL.––Hasta las montañas se hunden. ¡Entonces no hay ya nada estable en la tierra! STUSSI.––Cuentan de otra parte cosas extraordinarias. Acabo de ha¬blar con un hombre llegado de Ba¬den y me decía que un caballero que se puso en camino para visitar al rey, fue detenido por un enjambre de abejones, y de tal modo picaron a su caballo que el animal cayó muerto, y el caballero llegó a pie a palacio. TELL.––¡Oh! ¡los débiles tienen también su aguijón! (Sale HERMEN¬GARDA con algunos niños y se coloca a la entrada del camino.) STUSSI.––Hay quien teme que esto es presagio de alguna desgracia muy grande para el país..., de algún hecho contrario a la naturaleza. TELL.––Cada día ocurren hechos de esta especie, y no los presagia ningún signo maravilloso. STUSSI.––Feliz quien cultiva tran¬quilamente sus tierras, y vive entre los suyos sin cuidados. TELL.––Al hombre mejor no le es dado vivir en paz, si esto desagrada a algún vecino de mal corazón. (TELL mira impaciente hacia el lado del camino.) STUSSI.––¡Con Dios! ... ¿Aguar¬dáis a alguien? TELL––Sí. STUSSI.––Os deseo feliz regreso a vuestro país. Sois de Uri. Nuestro bondadoso señor gobernador debe volver de allí hoy mismo. UN VIAJERO (que llega.).––No le aguardéis hoy, porque las aguas han crecido con las grandes lluvias y han derribado todos los puentes. (TELL se levanta.) HERMENGARDA.–––(Adelantándose.) ¿No vendrá el gobernador? STUSSI––¿Tenéis alga que decirle? HERMENGARDA.––Sí, vaya. STUSSI.––¿Por qué os colocáis en este sitio por donde debe pasar, junto a ese camino hondo? HERMENGARDA.––Aquí no podrá escaparse, y habrá de oírme por fuerza.. FRIESHARDT. (Saliendo por el ca¬mino.) ¡Paso! ¡paso! ... ¡El señor gobernador a caballo! (TELL se re-tira.) HERMENGARDA.––(Con viveza.) Ya llega. (Va a colocarse con sus hijos en primer término, GESZLER y Ro¬DOLFO salen a caballo por la altura.) STUSSI.––––(A FRIESHARDT.) ¿Como habéis podido atravesar los ríos, si las lluvias se llevaron los puentes? FRIESHARDT.––Amigo, cuando se ha bregado en el lago no se temen las aguas de los Alpes. STUSSI. –– ¿Estabais embarcados durante la tormenta? FRIESHARDT.––Sí estábamos; lo re¬cordaré mientras viva. STUSSI.––¡Oh!... quedaos... con¬tad. FRIESHARDT.––Dejadme; debo se¬guir adelante para anunciar la lle¬gada del gobernador al castillo. STUSSI.––Si hubiesen ido en la barca algunos hombres de bien hu¬bieran naufragado, pero hay otros que ni el fuego ni el agua pueden con ellos. (Mirando en torno.) ¿Dón¬de se ha metido el cazador que es¬taba hablando conmigo? (Se va.) GESZLER—(A caballo conversan¬do con RODOLFO DE HARRÁ.) Diréis lo que os plazca, pero soy agente del emperador y debo tratar de com¬placerle. No me manda. aquí para adular al pueblo y tratarlo con blan¬dura. Quiere que le obedezcan, y trátase de averiguar quién debe ser el amo, si el villano o el emperador. HERMENGARDA.––Ha llegado el mo¬mento. Voy a dirigirme a él. (Se acerca temerosa.) GESZLER—No mandé colocar el tal sombrero en Altdorf por chan¬za y poner a prueba a ese pueblo, porque harto lo conozco mucho tiem¬po ha. Lo que yo quise fue ense¬ñarles a bajar la cabeza que alzan con tanta arrogancia, y puse el som¬brero en mitad del camino para que hiriera su vista y les recuerde al soberano, a quien olvidarían sin duda. RODOLFO.––El pueblo tiene, sin embargo, ciertos derechos. GESZLER—No es esta, ocasión de pesarlos... Se van realizando gran¬des combinaciones; la casa imperial quiere extender sus dominios, y lo que el padre gloriosamente empren¬dió, el hijo piensa llevarlo a feliz término. Este pequeño pueblo es un obstáculo interpuesto en nues¬tro camino; de este o de otro mo¬do... fuerza es que se someta. (In¬tentan pasar. HERMENGARDA se arro¬dilla delante del gobernador.) HERMENGARDA.––¡Misericordia! señor... ¡gracia!... GESZLER.––¡Cómo os atrevéis a cerrarme el paso!... Apartad. HERMENGARDA.––Mi marido está preso... mis hijos piden pan... Poderoso señor, muévaos a piedad nuestra gran miseria. RODOLFO. ¿Quién sois?... ¿Quién es vuestro marido? HERMENGARDA.––¡Bondadoso se¬ñor! ... es un pobre jornalero del monte Righi, que va a segar la yer¬ba de los lugares más abruptos, don¬de ni los ganados se atreven a tre¬par. RODOLFO.––(Al gobernador.) ¡Por el cielo! ¡Qué vida tan desdichada y miserable! Yo os io ruego; sol¬tad a ese hombre, sea el que fuere su delito; harto castigo tiene con su oficio. (A HERMENGARDA.) Se os hará justicia. Id al castillo y presen¬tad una solicitud. Este no es lugar para eso. HERMENGARDA.––No, no, no me iré de aquí, antes que el gobernador me haya devuelto a mi marido. Ha¬ce ya seis meses que se halla en la carcel, aguardando en vano la sen¬tencia. GESZLER.––¡Mujer! ¿queréis em¬plear conmigo la fuerza?... Va¬ya... Apartad. HERMENGARDA.––Pido justicia. Tú eres juez de este país en nombre de Dios y del emperador; cumple tu deber. Si quieres hallar justicia en el cielo... hazme justicia aquí... GESZLER.––Vamos, apartad de mi vista este pueblo insolente. HERMENGARDA.––––(Cogiendo de la brida el caballo.) No, no... Yo ya no tengo nada qué perder... No pasarás antes de haberme hecho justicia. Puedes fruncir las cejas, puedes amenazarme con la mirada cuanto gustes. Tan inmensa es nues¬tra desgracia, que ya nada nos im¬porta tu cólera. GESZLER.––¡Paso, mujer... o pa¬sará mi caballo por encima de tu cuerpo! HERMENGARDA.––Oblígale... to¬ma. (Echa sus hijos al suelo, y se pone con ellos en mitad del camino.) Heme aquí con mis hijos; aplasta a estos miserables huérfanos bajo los cascos de tu caballo... no ha de ser ésta la más espantosa de tus crueldades. RODOLFO.––¡Estáis loca, mujer! HERMENGARDA. –– (Con doblada energía.) Harto ha que pisoteas la tierra del emperador. No soy más que una. débil mujer; si fuera hom¬bre, ya sé lo que debiera hacer en lugar de prosternarme en el polvo. (Suena de nuevo la música, pero lejana.) GESZLER. ¿Dónde están mis guar¬dias? Que saquen esta mujer de aquí, o no sabré contenerme más, y haré la que no quisiera. RODOLFO.––Los guardias no han podido venir todavía. El séquito de una boda obstruye el camino. GESZLER.––Gobierno a este pue¬blo con demasiada blandura; hablan aún con excesiva libertad... no es¬tán sojuzgados como debieran; pero juro que esta cambiará pronto. Ven¬ceré su ruda obstinación y su in¬solente afán de libertad... yo im¬pondré otra ley a la comarca... Quie¬ro... (En este momento hiere su costado una flecha; lleva la mano al corazón y vacila sobre el arzón. Con voz ahogada.) ¡Dios mío! ¡te¬ned misericordia de mí! RODOLFO.––¡Señor!... Cielos!... ¿Qué es esto? ¿De dónde partió? HERMENGARDA.–– ¡Asesino! ... ¡Asesino! Vacila... cae... es muer¬to. ¡La flecha le ha atravesado el co-razón! RODOLFO.––(Saltando del caballo.) ¡Qué horrible accidente!... ¡Dios!. .. invocad la clemencia del cielo, se¬ñor... ¡Sois muerto! ... GESZLER.––La flecha de Tell (Cae del caballo en brazos de RODOLFO que lo depone sobre el banco de piedra.) TELL.––(Pareciendo en lo alto de las rocas.) Conoces la mano que te ha herido; no busques otra. Libres son nuestras cabañas, y la inocen¬cia no tiene ya nada que temer de ti. No afligirás ya esta comarca. (Des-aparece. El pueblo acude.) STUSSI. ¿Qué hay?... ¿Qué pa¬sa? HERMENGARDA.––El gobernador ha sido atravesado por una flecha. EL PUEBLO. ¿Quién le ha he¬rido? (Mientras una parte de la comitiva de la boda se adelanta, el resto se halla todavía en lo alto w la música continúa.) RODOLFO.––Se desangra; id a pe¬dir auxilio: perseguid al matador. ¡Desgraciado!... ¡Morir así!... no quisiste escuchar mis consejos. STUSSI.––Por el cielo... está pá¬lido y exánime. VARIOS. ¿Quién le hirió? RODOLFO.––Pero, ¿está loca esta gente?... ¡Continuar tocando junto a un muerto! ... Mandadles que ca-llen. (Cesa la música.) Hablad, se¬ñor, si conserváis aún el conoci¬miento. ¿No tenéis nada que con¬fiarme? (GESZLER hace un signo con la mano, y observando que no es comprendido lo repite con vive¬za.) ¿Dónde debo ir?... ¿A Kuss¬nacht?.. . No os comprendo... ¡oh! Resignaos... Dejad de pensar en este mundo... y cui-dad de reconcí¬liaros con Dios. (La comitiva rodea al moribundo sin dar muestra al¬guna de compasión.) STUSSI.––¡Mirad cómo palide¬ce... Ahora la muerte invade el co¬razón... Se extingue la luz de sus ojos. HERMENGARDA.––(Levantando en brazos a uno de sus hijos.) Mirad, hijos míos, cómo muere un malvado. RODOLFO.––¡Insensatas mujeres! ¿No tenéis corazón, por ventura?... ¿Así os gozáis en tan horrible es-pectáculo? Ayudadme; acercaos a él... ¿No habrá nadie que quiera arrancar esta flecha de su pecho? LAS MUJERES. ––(Retrocediendo.) ¡Tocar nosotras al que Dios ha he¬rido! RODOLFO.––¡Caiga sobre vuestras cabezas la maldición eterna! (Tira de la espada.) STUSSI.––(Deteniéndole.) No in¬tentéis, señor... se acabó vuestro poder; ha caído el tirano del país y no sufriremos ninguna violencia. ¡Somos libres! TODOS.––(En tumulto.) ¡La comar¬ca es libre! RODOLFO.––¡En esto hemos veni¬do a parar! ¿Tan pronto cesaron la obediencia y el temor? (A los sol-dados que se acercan.) Ya veis el horrible suceso que acaba de ocu¬rrir; toda socorro es inútil, y en vano perseguiremos al asesino... Otros cuidados nos reclaman. .. Vá¬mos a Kussnacht, conservemos para el empe-rador su fortaleza, porque en este momento se rompieron todos las lazos del deber... y todas las leyes, y no podemos contar con la fidelidad de nadie. (Se va seguido de los soldados. Salen seis hermanos de la cari-dad.) HERMENGARDA.––Paso, ¡paso a los hermanos de la caridad! STUSSI.––Aquí está la víctima; ya bajan los cuervos. LOS HERMANOS DE LA CARIDAD.¬(Rodean el cadáver y cantan con voz lúgubre.) La muerte alcanza al hombre en un instante, sin acordar demora. Es derribado en mitad de su carrera; arrebatado en la flor de su vida, y tanto si está pronto, como si no está pronto a partir, le es fuerza comparecer ante su juez. (Mientras se repiten. las últimas fra¬ses, cae el telón.) ACTO V ESCENA PRIMERA Plaza pública en Altdorf. En el fondo, a la derecha, la fortaleza de Uri con los andamios, como en la tercera escena del primer acto; a la izquierda, la vista de algunas montañas, en cuya cima brillan las fogatas. Amanece, suenan las campanas en diversos lados. RUODI, KUONI, WERNI, el CANTERO y muchos otros habitantes; mujeres y niños. RUODi.––Mirad en aquellas cimas las fogatas. EL CANTERO. ¿Oís las campanas que tocan al otro lado del bosque? RUODI.––Ya han sido expulsados los enemigos. EL CANTERO.––Y tomadas las for¬talezas. RUODI. ¿Y sufrimos, todavía los habitantes de Uri este castillo en nuestro suelo? ¿Seremos los últimos a declararnos libres? EL CANTERO. ¿Y dejaremos sub¬sistir este medio de presión?... ¡Vaya... a derribarlo! TODOS. –– ¡Abajo!... ¡abajo!... ¡abajo! . . . RUODI—¿Dónde está el pregone¬ro de Uri? EL PREGONERO.––Aquí estoy... ¿qué se ha de hacer? RUODI.––Encaramaos a una altura y tocad la trompeta. Resuene con estruendo en las lejanas cavernas, y despierte los ecos de las grutas de granito, convocando a los mon¬tañeses. (EL PREGONERO Se va. Sale WALTHER FURST.) WALTHER FURST. –– Deteneos... amigos, deteneos; ignoramos toda¬vía lo ocurrido en Unterwald y en Schwyz... Aguardemos el mensaje. RUODI.––¿Y por qué _aguardar?... Ha muerto el tirano, y ha amanecido el día de la libertad. EL CANTERO. ¿Y no son suficien¬te estos llameantes mensajeros que brillan en torno en las montañas? RUODi.––¡Venid, venid, mano a la obra! Hombres y mujeres... ¡derribad estos andamios y las bó¬vedas y los muros! ... ¡No ha de quedar piedra sobre piedra! EL CANTERO.––Venid, amigos, su¬pimos construir el edificio y sabre¬mos destruirle. TODOS.––Venid... ¡Destruyámos¬lo! (Se precipitan de todos lados sobre el castillo.) WALTHER FURST.––Ya están obran¬do... No he podido detenerlos más. (Salen MELCHTHAL y BAUMGARTEN.) MELCHTHAL. –– ¡Cómo! ¿Subsiste todavía esta fortaleza, cuando Sar¬nen ha sido reducida a cenizas y Rossberg es un montón de escom¬bros? WALTHER FURST.––¿Sois vos Melchthal? ¿Nos traéis la liber¬tad?... Decid; ¿el país se ha liber¬tado de sus enemigos? MELCHTHAL.––(Abrazándole.) La patria es libre. En el punto en que os hablo no queda un solo tirano en Suiza: regocijaos, noble anciano. WALTHER.––¡Oh! explicadme: ¿có¬mo os habéis apoderado de la for¬taleza? MELCHTHAL.––Rudenz, con va¬ronil audacia, se ha hecho dueño del castillo de Sarnen, y la noche ante-rior yo había asaltado Rossberg. Pero oíd lo que ocurrió. Habíamos arrojado los enemigos del castillo, y acabábamos de incendiarlo con la mayor alegría, viendo cómo se eleva¬ban las llamas hasta el cielo, cuan¬do Diethelm, el criado de Geszler, acude gritando que la dama de Bru¬neck era víctima del fuego. WALTHER FURST.––¡Justo Dios! (Suena dentro el ruido de los an¬damios derrumbados.) MELCHTHAL.—Era ella, en efec¬to; la encerraron secretamente en el castillo por orden del gobernador. Rudenz enfurecido se lanza a su en¬cuentro; oíamos derrumbarse ya las vigas y los macizos postes..., los clamores de aquella infeliz llegaban hasta nosotros a través de la huma¬reda. WALTHER FURST. ¿Se salvó? MELCHTHAL.––Era necesario obrar con prontitud y resolución. Si Ru¬denz fuera sólo un caballero, hubié-ramos reparado en el peligro, pero era un aliado, y además Berta hon¬raba mucho al pueblo. Así todos hemos arriesgado la vida con valor, precipitándonos en las llamas. WALTHER FURST: ¿Se salvó? MELCHTHAL.––Sí; se salvó. Ru¬denz y yo la hemos sacado de en medio de las llamas, mientras cru¬jían y se hundían los techos detrás de nosotros. Apenas salvada y al aire libre, el barón se arrojó en sus brazos, y han jurado en mi presen¬cia su eterna unión, que después de haber resistido a los ardores del in¬cendio, bien puede resistir a todas las pruebas del destino. WALTHER FURST. ¿Dónde está Landenberg? MELCHTHAL.––En los montes de Brunig. No estuvo en mi mano im¬pedir que viva, él, que quitó la vista a mi padre. Corrí tras él, le al¬cancé, le arrastré a los pies de mi padre, y cuando ya suspendía mi espada sobre su cabeza, imploró la misericordia del ciego anciano, y éste con su piedad le ha salvado la vida. Pero ha jurado salir de este país, y no volver más. Cumplirá su juramento, sin duda; que ya probó la fuerza de nuestro 1––razo. WALTHER FURST.––¡Noble acción la vuestra de no haber empañado con sangre la victoria! ALGUNOS NIÑOS—(Salen corrien¬do y llevando restos de los anda¬mios.) ¡Viva la libertad... ¡Viva la li-bertad! (Suena con fuerza la trompeta del PREGONERO.) WALTHER FURST.––¡Qué algaza¬ra!... Estos niños se acordarán de ella todavía, cuando viejos. (Algu¬nas muchachas salen llevando el sombrero colgado de la percha. El pueblo invade la escena.) RUODI.––¡Mirad!... el sombrero ante el cual debíamos inclinarnos. WALTHER FURST.––¡Dios mío...! Debajo de este sombrero colocaron a mi nieto. VARIOS.––Destruid este monumen¬to de la tiranía... ¡Al fuego con él! WALTHER FURST.––No, guardé¬moslo. Debió servir de instrumento de la tiranía; pues bien, sea el eter¬no emblema de la libertad. (Los aldeanos, hombres, mujeres y niños, sentados o en pie entre los escom¬bros del castillo, forman pintores¬cos grupos.) MELCHTHAL.––Vednos alegremen¬te en pie, sobre los escombros de la tiranía. Compañeros... hemos cum¬vlido noblemente el juramento que hicimos en Rutli. WALTHER FURST.––La empresa es¬tá comenzada, pero no acabada. Nos será necesario todavía mucho valor y sólida unión, porque el rey no tardará en querer vengar la muerte de su baile, creedlo, e intentará traer de nuevo por la fuerza lo que he¬mos expulsado. MELCHTHAL.––¡Ya puede venir él y su ejército! Expulsamos al ene¬migo interior y no hemos de temer al de fuera. RUODI.––Pocos son los caminos que dan acceso a este país: cerra¬remos su entrada con nuestros pe¬chos. BAUNIGARTÉN.––Estamos unidos con vínculos eternos y no nos espantan sus tropas. (Salen ROESSELMANN y STAUFFACHER.) ROESSELMANN.––¡Terribles son los juicios de Dios! LOS ALDEANOS.––¿Qué hay? ROESSELMANN—¡En qué tiempos vivimos! WALTHER FURST.––Hablad... ¿qué pasa? Vos aquí, Werner, ¿qué nue¬va nos traéis? LOS ALDEANOS. ¿Qué hay? ROESSELMANN.––Oíd y confun¬díos. STAUFFACHER.––Nos hemos liber¬tado de un gran temor. ROESSELMANN.––El emperador ha sido asesinado. WALTHER. FURST.––¡Dios de mi¬sericordia! (Los aldeanos se agolpan tumultuosamente en torno de STAU¬FFACHER. ) TODOS.––¡Asesinado!... ¿El em¬perador?... Oigamos... ¿el em¬perador? MELCHTHAL.––¡No es posible!... ¿De dónde procede la noticia? STAUFFACHER.––Es cierta. El em¬perador Alberto murió cerca de Brück , en manos de un asesino. Un hombre fidedigno, Juan Müller, ha traído la noticia de Schaffhouse. WALTHER FURST. ¿Quién ha osa¬do cometer esta horrible acción? STAUFFACHER.––El nombre del ase¬sino la hace más horrible; su so¬brino, el hijo de su hermano, el du-que Juan de Suabia ha sido el autor de este asesinato. MELCHTHAL. ¿Y qué causa le impulsó a cometer este parricidio? STAUFFACHER.––El emperador era el depositario de su herencia pater¬na y la rehusaba a sus impacien¬tes reclamaciones. Hasta se dice si abrigó el designio de acabar este asunto dando a su sobrino una mi¬tra. Sea de ello lo que fuere, el joven príncipe prestó oídos a las criminales sugestiones de algunos de sus com-pañeros de armas, y puesto que se le negaba lo suyo, resolvió vengarse con ayuda de los señores de Eschenbach, de Tegerfeld, de Wart y de Palm. WALTHER FURST.––Contadnos có¬mo ha ocurrido el hecho. STAUFFACHER.––El emperador se dirigía de Stein a Baden, para re¬gresar a su corte de Rheinfeld acom-pañado de los príncipes Juan y Leo¬poldo y numerosa comitiva de gran¬des señores. Cuando llegó cerca del río Reuss, al sitio donde hay que tomar la barca para atravesarle, los asesinos se embarcaron precipitada-mente con él para separarle del res¬to de la comitiva, y una vez en la otra orilla, en el punto en que pa¬saba el emperador por un sembrado, junto a las ruinas de una antigua ciudad pagana, y enfrente de la for¬taleza de Habsburgo, cuna de su ilustre raza, el duque Juan le dio una puñalada en la garganta, Rodol¬fo de Parm le atravesó de un lan¬zazo, y Eschenbach le partió la cabeza. El emperador ha muerto, pues; entre los suyos, degollado por los suyos. Los demás vieron cómo le mataban desde la opuesta orilla, pero como iba por me-dio el río, no pudieron hacer otra cosa que lan¬zar vanos clamores de dolor. Sólo una pobre mujer había, sentada al borde del camino... el empera¬dor espiró en sus brazos. MELCHTHAL.––Así, el insaciable ambicioso no ha hecho más que ba¬jar antes de tiempo a la tumba. STAUFFACHER. La comarca está consternada. Se han cerrado todos los caminos y cada cantón guarda sus fronteras. Hasta la antigua ciu¬dad de Zurich ha cerrado sus puer¬tas por la primera vez de treinta años acá; tanto se teme a los asesi¬nos, y más que a ellos a los que quieren vengar el asesinato. Por¬que la reina de Hungría, la severa Ana, ajena a la blandura de su se¬xo, se acerca armada de la pros¬cripción, ansiosa de tomar vengan¬za en las familias de los asesinos, en sus criados, en sus hijos, en sus nietos, hasta en las piedras de sus castillos. Ha jurado inmolar sobre la tumba de su padre generaciones enteras; y bañarse en sangre como en agua de rosas. MELCHTHAL. ¿Y se sabe adón¬de huyeron los asesinos? STAUFFACHER.––Apenas cometido su crimen han tomado diferentes caminos, y se han separado para no encontrarse jamás. El duque Juan irá sin duda errante por las mon¬tañas. WALTHER FURST.––Crimen inútil para ellos; la venganza no da fru¬to nunca. Vive de sí misma; su pla¬cer consiste en matar y sólo se sa¬cia con crueldades. STAUFFACHER.––Verdad que su crimen será inútil para los asesi¬nos, pero nosotros, nosotros reco-geremos con inmaculadas manos la rica cosecha de este cruento deli¬to, porque ahora nos vemos libres de un gran temor. Cayó el más po¬deroso enemigo de nuestra libertad, y algunos creen que el cetro pasará de la casa de Habsburgo a otra familia. El imperio quiere conser¬var su derecho de elección. WALTHER FURST Y OTROS. ¿Sa¬béis algo de eso? STAUFFACHER.––El conde de Lu¬xemburgo es el elegido por gran mayoría de votos. WALTHER FURST.––¡Bien hicimos en seguir fieles al imperio! Ahora, podremos esperar justicia. STAUFFACHER.––El nuevo empe¬rador tendrá necesidad de aliados y nos protegerá contra la venganza del Austria. (Los aldeanos se abra¬zan mutuamente.) EL SACRISTÁN.––(Sale acompaña¬do de un mensajero del imperio.) Ahí tenéis a los dignos jefes del país. ROESSELMANN Y OTROS.––¿De qué se trata? EL SACRISTÁN.––Este hombre es un mensajero del imperio que trae esta carta. TODOS.––(A WALTHER FURST.) Abridla y leed. WALTHER FURST.––(Lee.) “A los buenos habitantes de Uri, Schwyz y Unterwald, la reina Isabel, salud y prosperidad.” VARIOS. ¿Qué quiere la reina? Su reinado acabó. WALTHER FURST.––“En medio de su inmenso dolor y en la triste viu¬dez en que la deja el sangriento fin de su esposo, la reina ha pensado en la antigua fidelidad y el amor de los cantones suizos.” MELCHTHAL.––Cuando era feliz, para nada se acordaba de nosotros. ROESSELMANN.––¡Silencio!... oi¬gamos. WALTHER FURST.––“Persuadida de que ese pueblo fiel sólo sentirá ho¬rror por los malvados autores de ta¬maño crimen, espera que los tres cantones no darán asilo alguno a los asesinos y que por el contrario co-ad¬yuvarán fielmente a la acción de la justicia, recordando el amor y el fa¬vor que siempre les ha acordado la casa de Rodolfo.” (Muestras de des¬agrado entre los circunstantes.) VARIOS.––¡El amar!... ¡el favor! STAUFFACHER.–– Recibimos, en efecto, muestras de cariño del pa¬dre; pero ¿qué tenemos que agra¬decer al hijo? ¿Confirmó nuestros fueros, como habían hecho antes que él los demás emperadores? ¿Nos hizo nunca justicia, ni prestó apoyo a la inocencia oprimida? ¿Se dignó siquiera oír a los mensajeros de nues¬tras quejas? No; nada hizo; nos he¬mos visto obligados a acudir al pro¬pio valor para reconquistar nuestros derechos. ¡No le movían nuestras penas!... ¿Por qué pues la grati¬tud?... No fue por cierto la gra¬titud lo que sembró en nuestros va¬lles. Desde su encumbrado asiento pudo ser el padre de sus pueblos, y sólo se ocupó de su familia. Lló¬renle, pues, los que le deben su for¬tuna. WALTHER FURST.––No nos alegra¬mos de su pérdida, ni recordamos los males sufridos; felizmente han pasado. Pero vengar la muerte de un soberano al que no debemos nin¬gún beneficio; perseguir a los que no nos hicieron ningún mal, esto ni nos conviene, ni puede convenirnos en manera alguna. Esto sería de nuestra parte, voluntaria prueba de afecto, porque la muerte ha roto to¬das las cadenas. Ningún deber tene-mos que cumplir para con él. MELCHTHAL.––Ya puede la reina llorar en su retiro, y acusar al cielo en la vehemencia de su dolor. Ahí tenéis en cambio un pueblo que le da gracias, libre de sus pasadas an¬gustias. ¡Quien desea merecer con-suelo, debe tratar a los demás con amor! (El mensajero se va.) STAUFFACHER.––(Al pueblo.) ¿Dón¬de está Tell? ... ¿El fundador de nuestra libertad será el único que falte? A él se debe la grande obra, y él fue el que más ha sufrido. Ve¬nid; vamos a buscarle a su casa, y a saludar al libertador de todos. (Se van.) ESCENA II La entrada de la casa de Tell. Arde el hogar. La puerta principal está abierta. HEDWIGIA, WALTHER y GUILLERMO. HEDWIGIA.––Vuestro padre torna a nuestros brazos, hijos míos; vive, es libre, todos somos libres, y él ha sido quien dio libertad a este. país. WALTHER.––Y yo también, madre; yo también tengo mi parte en eso y muchos pronunciarán mí nombre. Me vi expuesto a morir de un fle¬chazo de mi padre y no temblé. HEDWIGIA.––(Abrazándole.) Sí, me has sido devuelto. Dos veces te me dio el cielo, dos veces sufrí los do¬lores del parto. Ahora todo acabó, y os tengo a los dos..., a los dos... y vuestro querido padre vuelve. (Se presenta un monje en el umbral de la puerta.) GUILLERMO.––Mira, madre, mira; un fraile que viene a pedirnos li¬mosna. HEDWIGIA.––Decidle que entre pa¬ra darle algo, y verá que se halla en la casa de la dicha. (Se va y vuelve luego con un vaso.) GUILLERMO.––(Al monje.) Entrad, buen hombre, mi madre quiere da¬ros algo para refrescar. WALTHER.––Entrad a descansar, y luego saldréis de aquí con nuevas fuerzas. EL MONJE.––(Con las facciones descompuestas y espantados ojos.) ¿Dónde estoy? Decidme... ¿en qué país estoy? ... WALTHER.––¿Os habéis perdido... no sabéis dónde estáis? ... Pues es¬táis en Burglen, en el cantón de Uri; en el camino del valle de Schae¬chent. EL MONJE.–––(A HEDWIGIA que vuelve.) ¿Estáis sola?... ¿No se halla en casa vuestro marido? HEDWIGIA.––Le aguardo en este momento... ¿Pero qué tenéis? ... Vuestro semblante no me parece de muy buen augurio... Quienquiera que seáis estáis necesitado; tomad. (Le ofrece el vaso.) EL MONJE.––Aunque sediento, na¬da tomaré antes que me digáis... HEDWIGIA.––No me toquéis la ro¬pa, no os acerquéis... Seguid a dis¬tancia si he de escucharos. EL MONJE.––Por este fuego que brilla en el hogar... por vuestros caros hijos que abrazo... (Toma a los niños.) HEDWIGIA.––¿Qué os proponéis, buen hombre?... Dejad a mis hi¬jos, sin duda no sois un religioso, no, no lo sois... Este hábito es símbolo de paz, y no reina la paz en vuestro semblante. EL MONJE.––¡Soy el hombre más desgraciado de la tierra! HEDWIGIA.––La voz de los des¬graciados llega al alma, pero vues¬tra mirada hiela mi sangre. WALTHER.––(Dando un brinco.) ¡Madre! ... padre está aquí... (Se va corriendo.) HEDWIGIA.––¡Oh! ¡Dios mío! (In¬tenta correr a su encuentro, pero tiembla y se detiene.) GUILLERMO. –– (Corriendo hacia dentro.) ¡Padre! WALTHER.––(Dentro.) ¿Ya de vuel¬ta? GUILLERMO. ––(Dentro.) ¡Padre, mi querido padre! TELL.––(Dentro.) Aquí me tenéis... ¿Y vuestra madre? (Salen.) WALTHER.––Ahí está... en el um¬bral sin dar un paso, temblando de emoción y alegría. TELL—¡Oh! Hedwigia, Hedwigia, madre de mis hijos... Dios vino en nuestro socorro... De hoy más ningún tirano podrá separarnos. HEDWIGIA.––(Arrojándose en sus brazos.) ¡Oh! ¡Tell, Tell, qué an¬gustias he sufrido por ti! (El MON¬JE escucha con atención.) TELL.––Olvídalas ahora y regocí¬jate; ya me tenéis de vuelta. Ya es¬toy en mi casa... entre los míos. GUILLERMO. ¿Dónde está la ba¬llesta, padre?... no la veo. TELL.––Ni has de verla jamás; la depuse en sagrado; ya no cazaré más con ella. HEDWIGIA.––¡Tell! ¡Tell! (Retro¬ce y suelta la mano.) TELL.––¡Qué te asusta aún... esposa mía! HEDWIGIA. :¡Qué!... qué... ya estás de vuelta... esta mano... puedo estrecharla... esta mano... ¡Oh ¡Dios! TELL.––(Con ternura y energía.) Esta mano os ha defendido y ha salvado al país... Puedo levantar¬la li-bremente al cielo. (El MONJE parece vivamente conmovido. TELL repara en él.) ¿Quién es este reli¬gioso? HEDWIGIA.––¡Ah!... le había ol¬vidado. Háblale... me da miedo. EL MONJE.––(Se acerca.) ¿Sois Tell, cuya mano dio muerte al go¬bernador? TELL.––Sí, yo soy; no he de ne¬garlo a nadie. EL MONJE.––¡Sois Tell!... ¡Ah! la mano de Dios me trajo a vuestra casa. TELL.––(Fijarndo en él su mirada.) Vos no sois un religioso... ¿Quién sois vos? EL MONJE.––Disteis muerte al go¬bernador, que os había tratado con crueldad; yo maté a mi enemigo que me rehusaba mis derechos... Era a la vez vuestro enemigo, y el mío... Y liberté a la comarca de su presencia. TELL.––(Retrocediendo.)... Vos sois... ¡Oh! ¡es, horrible!... hijos, salid, vé... esposa mía ... vé... ¡Desdi-chado!... seríais... HEDWIGIA: ––¡Dios mío!... ¿Quién es? TELL.––No quieras saberlo... Vé, vé, tus hijos no deben, saberlo... sal de casa... ve... no puedes es¬tar bajo el mismo techo que este hombre. HEDWIGIA.––¡Oh!.. ¡desgracia!... ¿qué es esto?... Venid. (Se va con sus hijos.) TELL.––(Al MONJE. ¿Sois el du¬que de Austria? Lo sois: ¿habéis dado muerte al emperador vuestro tío y vuestro soberano? JUAN EL PARRICIDA.––Me había robado mi herencia. TELL.––¡Matar a vuestro tío, a vuestro emperador! ¡Y la tierra os soporta! ¿Y el sol os alumbra to¬davía? EL PARRICIDA.––Tell, oídme antes de... TELL. ¿Y manchado aún con la sangre de tu padre, con la sangre de tu emperador, te atreves a en¬trar en esta casa, y a presentarte delante de un hombre honrado, re¬clamando su hospitalidad?... EL PARRICIDA.––Esperaba que os compadeceríais de mí, porque tam¬bién vos os vengasteis de vuestro enemigo. TELL. ––¡Desdichado! ¿osas com¬parar el crimen de la ambición, con la justa defensa de un padre? ¿Te¬nías que defender acaso la preciosa vida de tus hijos? ¿proteger el san¬tuario de tu hogar? ¿preservar a los tuyos de la más tremenda catás¬trofe?... Elevo al cielo mis puras manos, y te maldigo a ti, y a tu crimen... Yo vengué los derechos sagrados de la naturaleza; tú los profanaste. Nada hay de común en¬tre ambos...; yo he defendido cuan¬to me era más caro, y tú has ase¬sinado. EL PARRICIDA.––No tengo consuelo alguno, ni una esperanza, ¿y me rechazáis? TELL.––Me siento penetrado de terror, al hablarte. Vete; prosigue tu horrible camino, no manches esta tranquila casa; morada de la ino¬cencia. EL PARRICIDA.––(Se dirige hacia la puerta.) ¡No puedo más... quiero morir! TELL.––¡Y aún me mueves a com¬pasión!... ¡Dios mío! tan joven, de tan ilustre prosapia..., el nieto de Rodolfo, de mi emperador, de mi soberano... perseguido por ase¬sino, está allí, en el dintel de mi puerta, en mi pobre dintel..., su¬plicante... desesperado... (Vuelve el rostro.) EL PARRICIDA.––¡Ah!... ¡si pudié¬rais llorar!... Muévaos mi suerte... es espantosa. Soy príncipe, lo era, pude ser feliz, si hubiese reprimido la impaciencia de mis deseos. Pero la envidia me roía el corazón... Veía a mi joven primo Leopoldo, henchido de honores, elevado a la realeza, yo, joven como él, se¬guía retenido en servil menor edad. TELL.––¡Desdichado! Bien te co¬nocía tu tío, cuando te rehusaba tu herencia y tus vasallos. Con tu pron-ta, feroz, insensata acción, tú mismo justificaste su prudencia. ¿Dónde es¬tán los cómplices de tu crimen? EL PARRICIDA.––Donde quisieron arrastrarles las furias vengativas. Desde el atentado, no he vuelto a verles. TELL. ¿Sabes que pesa sobre ti la proscripción?... ¿que nadie pue¬de darte asilo?... ¿que debes ser tratado como enemigo, en donde quiera que vayas? EL PARRICIDA.––Por esto me alejo de los caminos frecuentados, y no me atrevo a llamar a ninguna puer-ta. Dirijo mis pasos hacia el de¬sierto, llevando mi propio terror a través de los montes, y si alguna vez veo reflejarse mi imagen en el cristal de una corriente, retrocedo ante ella con espanto. ¡Oh!... si os moviera a lástima... a piedad... (Se arrodilla a sus plantas.) TELL.––(Volviendo el rostro.) Al¬zad... alzad. EL PARRICIDA.––No será, sin que me hayáis tendido la mano pia¬dosa... TELL. ¿Y acaso puedo socorre¬ros? ¿Qué puede hacer un pobre mortal? Pero... alzad... Por atroz que sea vuestro crimen, sois hom¬bre, sois mi prójimo... Nadie sal¬drá de la casa de Tell sin algún con¬suelo. Cuanto pueda hacer, lo haré. EL PARRICIDA—(Se levanta y le toma la mano con viveza.) ¡Oh, Tell! ¡salváis mi alma de la des-esperación! TELL.––Soltad y salid de aquí, porque aquí no podéis quedaros sin ser descubierto, y si lo fuereis no podríais contar con mi apoyo... ¿Adónde pensáis ir?... ¿Dónde es¬peráis hallar reposo? EL PARRICIDA.––¿Lo sé yo por ventura, triste de mí? TELL.––Oíd lo que Dios me ins¬pira. Es fuerza que vayáis a Ita¬lia, a la ciudad de San Pedro. Pos¬traos a los pies del papa, confesad vuestro crimen, y salvad vuestra alma. EL PARRICIDA. ¿Y no me entre¬gará a mis perseguidores? TELL–––Haga lo que quiera, so¬meteos a la voluntad de Dios. EL PARRICIDA.––¿Y Cómo llegar a este país desconocido para mí? Ig¬noro el camino, y no me atreveré a juntarme con los viajeros. TELL.––Voy a indicároslo. Estad¬me atento; ascenderéis el curso del río Reuss, que se precipita con ím-petu de lo alto de agrestes montañas. EL PARICIDA.¿Volveré a ver el río?... en su orilla cometí mi cri¬men. TELL.––E1 camino bordea el abis¬mo, y encontraréis en él gran nú¬mero de cruces plantadas en memo¬ría de los pobres viajeros sepulta¬dos bajo la nieve. EL PARRICIDA.––¡Qué habían de importarme los horrores de la natu¬raleza, si pudiera dominar los in-mensos padecimientos del alma! TELL.––Arrodillaos delante de ca¬da una de estas cruces, y expiad vuestro crimen con las lágrimas del arrepentimiento; si conseguís atra¬vesar felizmente este camino, sin ser combatido del huracán que rei¬na en aquellas montañas, llegaréis por fin al puente; y si éste no se hunde al peso de vuestro crimen, y pasáis, por él sano v salvo, enton¬ces hallaréis una lúgubre abertura entre los peñascos, donde nunca pe¬netró la luz. Atravesadla, os condu¬cirá a un hermoso y sonriente va¬lle. Cruzadlo con paso veloz, que no habéis de dete-neros en los lu¬gares donde se disfruta de tranqui¬lidad. EL PARRICIDA.––¡Oh! ¡Rodolfo, Rodolfo! ... mi real abuelo... así atraviesa el imperio tu níeto... TELL.––Ascendiendo siempre, lle¬garéis a la cima del San-Gotardo, donde dos lagos se alimentan per-petuamente de las aguas del cielo. Allí dejaréis la tierra alemana, y el sonriente curso de otro río os con¬ducirá a Italia, término de vuestro viaje. (Suenan las trompas y el can¬to pastoril.) Oigo voces... Salid. HEDWIGIA—(Acudiendo.) ¿Dónde estás, Tell? Mi padre, y la alegre turba de confederados que llegan. EL PARRICIDA.––¡Desdichado de mí! ... No puedo detenerme entre los hombres felices... TELL.––Vé, esposa mía; da a ese hombre cuanto necesite para repa¬rar sus fuerzas... cárgale de provi-siones ... porque es largo su viaje y no ha de hallar posada en su ca¬mino. Vé... date prisa... Ya lle¬gan. HEDWIGIA. ¿Quién es? TELL––No lo preguntes; cuando parta, vuelve la cara vara no ver el camino que toma. (EL PARRICIDA se acerca a TELL conmovido. Éste le hace una seña con la mano, y ambos se van por diverso lado. Mu-tación.) ESCENA III El fondo del valle delante de la casa de TELL; cerca de allí, una ladera ocu¬pada por pintoresca mutitud. Parte de ella pasa por una palanca que conduce a Schaechent. WALTHER FURST se adelanta con los dos niños, MELCHTHAL. STAUFFACHER y algunos más. En el punto en que sale TELL, es acogido con vivas demostraciones de júbilo. TODOS.––¡Viva Tell el cazador, el libertador! (Mientras los de primer término se agolpan alrededor de TELL y le abrazan, salen RUDENZ que abraza a los aldeanos, y BERTA que abraza a HEDWIGIA. La música de la montaña acompaña esta esce¬na muda. Un momento después, BER¬TA se adelanta en medio del pueblo.) BERTA.––Amigos y confederados, admitid en vuestra alianza a la afor¬tunada mujer que fue la primera que halló auxilio en la tierra de la libertad. Fío mis derechos a vuestro robusto brazo, ¿queréis protegerme como vuestra ciudadana? LOS ALDEANOS.––Sí; os asistire¬mos con nuestros bienes y nuestra sangre. BERTA.––Pues bien; doy mi mano a este mancebo. La libre ciudadana suiza va a ser esposa de un hombre libre. RUDENZ.––Y yo doy la libertad a mis siervos. (Se repite la música. Cae el telón.)

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